Recientemente, hemos publicado en esta misma sección, Firmas invitadas, con el título Palabras de Ana Gorría e imágenes de Raquel Jimeno Revilla, la primera y segunda entregas de una colaboración entre palabra e imágenes, de Ana y Raquel. Ofrecemos a continuación la tercera y última entrega:
Hasta hace unos días no me había percatado del nido de cucarachas que hay en la cocina. No sé dónde está su origen, pero empiezo a pensar que, a pesar de que me quedan pocos días en la cabaña, he de hablar urgentemente con mis caseros para prevenir una posible plaga. Se mueven por la noche, sobre todo, y las he empezado a descubrir cuando me levanto a beber agua o leche. Supongo que hay un nido, porque no solo veo ejemplares adultos sino también pequeñas crías que corren como diminutas motas de polvo que apenas superan el centímetro por encima de la lavadora o el suelo del baño. Creo que alguna cucaracha ha debido poner un nido, huevos, detrás de la nevera. O tal vez, dentro del reloj de la cocina. Seguro que algún lugar cálido nutre a los insectos. Toda una sociedad secreta que convive conmigo, nutre y se reproduce. El otro día, justo al abrir la puerta de la nevera, me encontré una de unos tres o cuatro centímetros andando por el borde del frigorífico. Era de color caramelo y tenía las patas largas y el vientre hinchado. Movía las antenas, que eran bastante largas, con lentitud. De forma inmediata, al verla, di un manotazo y la aplasté con el pie en el suelo, mientras un líquido que no sé si llamar sangre se esparció a su alrededor mientras movía, durante los pocos segundos que duró su agonía, sus patitas en un duelo ya abatido de antemano. Mientras me duchaba, ví otra subiendo por la pared de la ducha. Pude sobreponerme y matarla, cuando me duché. Quiero ponerle una solución cuanto antes. A mi inquietud de los últimos días se suma la posibilidad de ser asaltada por ellas. Me imagino cómo por la noche mientras duermo pasean por mi cara, sin que yo me dé cuenta. Creo que son cucarachas, aunque la escasez de mi conocimiento entomológico me diga que puedo estar confundiéndolas con escarabajos o cualquier otro bicho qué sé yo qué. He integrado mi relación con ellas como una rutina más en la cabaña. Un manotazo, pisar casi sin repugnancia, observar cómo va disminuyendo poco a poco la mancha grisácea que se desprende de su cuerpo. La muerte en mis zapatos. La rutina de su agonía.
Aunque hoy, el espectáculo al salir a la puerta sí que ha conseguido conmoverme hasta llevarme a a la náusea. Cucarachas, mis compañeras, y hormigas devorando el cadáver de un pájaro, creo que una cría de vencejo que ha debido de caer del tejado. El pajarito debía estar siendo alimentado todavía por sus padres. El pico blando. Ha debido de romperse el cuello al caer ¿tienen cuello los pájaros? O explotar por el choque contra el suelo. Deben ser dos metros y medio los que separan el techo de la cabaña del suelo, lo suficiente como para abatir una vida minúscula. No veo sangre alrededor de su cuerpo. Ningún fluido que me haga sentir repugnancia. Pero el cadáver del animalillo debe llevar unos días ahí. Lo suficiente como para que su vientre se empiece a llenar de pequeñas lombrices y gusanos rosas. No tengo claro si brotan de su vientre, como una explosión, o son un destino cálido, acogedor y cada vez más vacío. Un nido de vida en la muerte. Las moscas vuelan por encima. Alrededor del cuerpo, que no debe sobrepasar los diez centímetros, hay una hilera de hormigas. Sigo el sendero de la colonia y no soy capaz de detectar el origen de este ejército que asedia la muerte para transportarla. y devorarla. Detrás de esta conquista, hay un mecanismo biológico sorprendente y eficaz. Alguna hormiga exploradora ha debido encontrar, por casualidad, este cuerpo abatido que se entrega a la descomposición. Una vez conquistado, ha regresado al hormiguero donde ha comunicado a sus compañeras de colonia el descubrimiento y ha retomado su camino, marcado por la sustancia hormonal que les obliga a encadenar sus instintos. El pequeño cuerpo tiene las dos alas abiertas de par en par, probablemente todos los huesecillos rotos. Imagino que al caerse del nido, tal vez por descuido, tal vez por curiosidad, ha querido volar sin tener la fuerza suficiente todavía para negar la evidencia de lo grave. También hay cucarachas, insólitas invitadas al espectáculo de la descomposición. Veo cómo hurgan en el cadáver del pajarillo, son huéspedes que incomodan lo sagrado de esta ceremonia.
Siento que no debería estar aqui, mientras muevo con el pie el cuerpo del bicho hacia un lado y veo cómo ha estallado por uno de los lados, el izquierdo. Hay líquidos que no sé reconocer. Probablemente sean una mezcla de jugos gástricos, biliares, sangre. Me empieza a doler el estómago. Cuando he movido el cadáver, las hormigas se han precipitado hacia los lados. Las cucarachas, en cambio, deben ser unas diez, han mantenido su alineación, casi militar, una columna pretoriana y han seguido pegadas al costado del animalillo. Los gusanos, creo que son larvas, se han extendido en pequeños nódulos que parecen rosas de carne que se retuercen ciegamente y se apiñan y se separan sin concierto ninguno. Pasados unos minutos, las hormigas regresan y sigue surgiendo una masa rosa del vientre del animal. No sé cuánto durará la ceremonia. Me imagino que llegarán más cucarachas que en algún momento depredarán los gusanos, las larvas, las hormigas. Me vienen a la cabeza los funerales celestes. Ese rito de paso en que la inhumación, el enterramiento, es sustituido por la costumbre de descuartizar el cuerpo de los fallecidos y situarlo en lugares accesibles a la visita de los buitres, con lo que se constata un ciclo natural. El pájaro tiene los ojos abiertos, eternamente abiertos y el plumaje del animal está sucio por los líquidos que se derraman de su cuerpo. Las hormigas han empezado a abrir orificios en su cuerpo, se deben comportar como cuando organizan un hormiguero, excavando, masticando, llevando los pedazos de carne, la comida a su guarida mientras se mantienen en su mecánica marcial, yendo y viniendo. La carne parece todavía blanda. Le doy una patada a las cucarachas. Me irrita su presencia aquí, su oportunismo a la hora de explotar una pieza, una presa, una víctima que es inocente por definición. Han llegado desde mi nevera a inundar la desaparición de este animal, destinado a volar, destinado a regresar a tierras mas cálidas en unas pocas semanas, manchando el cielo y acompañando al verano en su peregrinaje a traves de puentes, de ciudades, de ríos, de mares y de océanos. Las cucarachas se quedan quietas, inmóviles ante la amenaza de mi presencia y del puntapié que les he dado y que ha desplazado el cuerpo del pajarito unos centímetros, con lo que se han vuelto a derramar los efluvios que ensucian más el pelaje del animal que cada vez se parece más a la nieve sucia. Me agacho y toco con asco y compasión su cuerpo diminuto, noto cómo se revuelve la sinfonia de la violencia que agita su interior. No se cuánto tiempo puede permanecer aqui su cuerpo. Soy cada vez más consciente de mi pulso. Oígo, de repente, graznar a los vencejos y el sonido se pierde contra el hueco del bosque como una línea recta en lo imposible.