Eduardo Moga

Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es licenciado en Derecho y licenciado y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio Adonáis», 1996), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999; 2ª edición, 2007), El corazón, la nada (1999-2014), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2011; 2ª edición, 2012), Insumisión (Premio al mejor poemario del año de la revista Quimera, 2013), Décimas de fiebre (2014) y El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), 2014. Ha traducido a Ramon Llull, Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Carl Sandburg, Richard Aldington, Tess Gallagher, Arthur Rimbaud, Billy Collins, William Faulkner y Walt Whitman. Practica habitualmente la crítica literaria, entre otros medios, en Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Revista de Occidente, Ínsula, Turia y Quimera, donde también firma una página trimestral. Es responsable de las antologías Los versos satíricos. Antología de poesía satírica universal (2001), Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles (2004) y Medio siglo de oro. Antología de la poesía contemporánea en catalán (2014). Ha publicado La poesía de Basilio Fernández: el esplendor y la amargura (2011), el libro de viajes La pasión de escribil (2013) y los compendios de ensayos De asuntos literarios (2004) y Lecturas nómadas (2007). Ha codirigido la colección de poesía de DVD ediciones desde 2003 hasta 2012. Vive en Londres.

ELOGIO DEL JABALÍ

España es una viña devastada por los jabalíes del laicismo.

(Benedicto XVI, Obispo de Roma, Vicario de Cristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Príncipe de los Obispos, Pontífice Supremo de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo   y Metropolitano de la Provincia Romana, Siervo de los Siervos de Dios, Padre de los Reyes, Pastor del Rebaño de Cristo, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano y, hasta 2006, Patriarca de Occidente) [Joseph Aloisius Ratzinger, Inquisidor General entre 1981 y 2005].

Ha venido a restaurar la viña devastada por los jabalíes. A mí me gustan los jabalíes: su salvajismo sin ambages, su ferocidad rectilínea, su despreocupada aceptación de lo que son; y me gusta su cabeza, sola o cubriendo una rebanada de pan con tomate. Los recuerdo en Azanuy, cuando los cazadores los traían de la sierra, abatidos, y los colgaban de un gancho en la calle, a la puerta de sus casas, para que admiráramos su proeza. Allí se quedaban los suidos, flojos como títeres sin hilos, con la cabeza derrengada y un boquete en la tripa, circundado por una sangre que olía a romero, y el morro entreabierto, por el que asomaban los berbiquís pavorosos de los colmillos y el triángulo rusiente de la lengua. Y yo sentía, en aquella fuerza descabalada, la representación de mi propio fracaso: la vulnerabilidad de los músculos y las justificaciones, la endeblez de cuanto edificamos para protegernos, el esqueleto de la nada. Los jabalíes devastan los sembradíos, es cierto, pero solo para alimentarse o esconderse: su acción es individual, o, a lo sumo, familiar; lo cultivado, en cambio, exige el sacrificio de muchos, no siempre partícipes de su provecho, y se alimenta de mierda, y estraga la tierra que lo amamanta. La voracidad del jabalí no es superior a la de la viña: aquel come para sobrevivir, en una tarea exigua y singular; esta esquilma el suelo, consume recursos y esperanzas, e irroga a la naturaleza los perjuicios de la explotación intensiva, y a los hombres, los de la propiedad privada. El jabalí es lo entero, lo beato, lo axiomático: el jabalí se comporta como un cerdo, porque es un cerdo: no lo disimula, a diferencia de la viña, que procura una devastación más sutil: la que se camufla en arquitectura; la que justifica una ebriedad metafísica. La viña es lo alquímico, el artefacto, lo dual: lo que desmineraliza lo real, la solidificación de una entelequia, el bálsamo de la borrachera. Los jabalíes consumen lo que ven: vides, batracios, planetas. Y lo hacen hincando el marfil negro de sus incisivos en la carne del aquí, en la evidencia de los pámpanos que cuelgan o del sufrimiento que nos ahoga, de la tierra que se traga los cadáveres y la lluvia, o de la ausencia que se traga a los hombres. Las viñas crean el fantasma del orden, el alivio sonámbulo de que haya fruta o vino, la ceguera deliberada de que las estrellas envejecen, y los afanes son insignificantes, y lo eterno, provisional. No hay jabalíes ensoberbecidos por la humildad, ni partidarios de una eternidad insoportable («Rechaza otro existir, tras consumida/ mi ración de este guiso indigerible./ Otra vez, no. Una vez ya es demasiado», escribió felizmente Fonollosa), ni catecúmenos de laboriosos mistagogos: sus misterios son los de la viña, los de la vida. El lenguaje de los jabalíes es un lenguaje cazcarriento, engualdrapado de pelo, sin otro propósito que el de ser jabalí, con la debilidad propia de su vigor irracional, con la tragedia de tener cuatro patas y una muerte, con el dolor de las pezuñas cuando huye y el placer del falo cuando se aparea, es decir, cuando se asegura de que haya más devastadores de viñas, menos códigos sembrados, menos refutaciones de que el hambre es solo necesidad de energía, y el corazón, un músculo momentáneo, y la trascendencia, una invención del miedo; y de que el infinito existe, y se llama jabalí. El jabalí no se compadece: actúa, según lo que perciba, con toda su irrelevancia y su grandeza, con su plenitud y su animalidad. El jabalí no atribuye significados morales a los hechos de la naturaleza, ni, por lo tanto, cercena la vastedad de lo posible con la chirla de sus limitaciones. El jabalí no establece metáforas maniqueas, ni se pronuncia contra otros hijos de la creación, ni otorga carácter objetivo a la presencia de un mal que solo existe en su conciencia. El jabalí no banaliza el amor, generalizándolo industrialmente. El jabalí es paciente, no tiene envidia, no presume ni se engríe; no lleva cuentas del mal, porque no conoce el mal: porque el mal no le ha sido impuesto; el jabalí no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad de su ser devastador, de la viña devastada, de su saludable devastación. Y no tiene miedo: reacciona, pronto al combate o a la huida, sin considerar la humillación del premio ni la desproporción del castigo, sin reconocer siquiera la infamante existencia de un juez. El jabalí no reprende, no adoctrina, no episcopa, porque el tiempo es esa viña que devora, el presente de esa viña mortal, que enciende de vida sus entrañas. El jabalí no se engaña, ni obedece, ni se transustancia: solo mastica los granos de uva con la certeza de que ese alimento es su presente y su eternidad. El jabalí no ha sido domesticado, ni conoce la afrentosa logomaquia de la enología, ni bebe de otro cáliz que el cáliz de su pecho ancho, y su falo incisivo, y su irreprochable fragilidad. El jabalí, a diferencia de la viña, depende de sí, de la astucia con que sobrepuje al viticultor, sin su salmodia agropecuaria. La viña, en cambio, late con una armonía impostada: la del designio, el mismo que impele a los teólogos y a los chamarileros. Es reconfortante embutirse en la coraza del orden, inocularse razón. Pero es la razón de los manicomios, adicta a las benzodiacepinas eucarísticas, como si la realidad fuera algo distinto de lo que podemos aprehender, como si la locura necesitase de una exégesis que la atemperara, como si debiéramos aplaudir que, en lugar de un roble, o un volcán, o nada, haya ingeniería, o arcángeles, o vida. Los jabalíes observan un comportamiento sociable, que incluye relaciones intergeneracionales solidarias, como que los escuderos, los ejemplares jóvenes, acompañen a los macarenos, los más ancianos del grupo, para aprender de su experiencia, a cambio de sus cuidados; los jabalíes son afectuosos y abnegados con su prole; aman a las jabalinas con denuedo, hasta olvidarse de comer; entierran semillas y esponjan el suelo al hozarlo, en busca de tubérculos o lombrices, favoreciendo que se humedezca y, por lo tanto, que germine; ayudan a controlar las poblaciones de roedores, insectos y larvas perjudiciales; y mueren con violencia, y hasta con crueldad, a manos de los cazadores, muchos de los cuales son católicos. Los jabalíes son moralmente superiores a los católicos, que abandonan a sus mayores en asilos pestilentes o en gasolineras de autopista, maltratan a sus hijos o sus mujeres, y cometen adulterio o fornican con rameras o compañeras de trabajo. Los jabalíes no solo comen las uvas de las viñas: son omnívoros, más aún, son teófagos, y en esto se equiparan a los católicos: devoran todos los signos de la creación y, con ellos, al creador mismo. Los jabalíes decoran con sus cabezas —esas que previamente nos han proporcionado la gloria de su embutido— los vestíbulos de los viticultores, y nos miran, desde su altura asesinada, con el estupor glaseado de sus ojos de cristal y su lengua equilátera. ¿Por qué?, parecen preguntar, ¿por qué cultiváis estas viñas obstinadas, que no tenemos más remedio que devastar, que os enajenan, recluyéndoos en la quimera de una vida perdurable, en el redil de la obediencia al padre, con su abominable amor —que os ha condenado a la enfermedad, a la vejez y la muerte—, envileciéndoos de simetría y de trabajo, llenándoos de esperanzas inverificables, confinándoos en las fronteras artificiales de la viña o en la viña sin huríes de ultratumba? Los jabalíes no se dejan sobornar: no esperan retribución por devastar la viña. Lo hacen porque han de hacerlo, porque no saben hacer otra cosa, porque es propio y encomiable y natural que un jabalí devaste las viñas, aunque no sepa que lo hace, ni por qué: esa ignorancia también es el jabalí. Él morirá, la viña morirá, morirán también el viticultor y los nietos y los tataranietos del viticultor, todo acabará muriendo en un aquelarre inconcebiblemente devastador de acontecimientos siderales, indiferentes a los jabalíes y a las viñas que hayan devastado, como la conclusión previsible de este transcurso sin otro sostén que la inestabilidad, sin otra certidumbre que el hombre y el hambre, que el fuego y la extinción.

Coda

Durante siglos, la Iglesia ha sido el jabalí que devastaba la viña de la libertad de conciencia y el espíritu crítico. [Aún hoy, hinca todo lo que puede las pezuñas en el predio de la ciudadanía]. De haber vivido entonces, habría compuesto un elogio de la viña.

(De Insumisión)

 

DICES

he chismorreado, me he sonrojado, me he sentido agraviado, he mentido, he robado, he tenido envidia, he sido avieso, colérico, concupiscente, he albergado deseos inconfesables,
he sido caprichoso, engreído, avaricioso, superficial, taimado, cobarde, malévolo,
el lobo, la serpiente, el cerdo, no me han sido ajenos,
la mirada engañosa, la palabra frívola, el impulso adúltero, no han faltado,
rechazos, odios, posposiciones, mezquindades, desidias, nada ha faltado

(El ferry que cruza Brooklyn), Walt Whitman

me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable                                                 

(Derrota), Rafael Cadenas

 

Te has caído del guindo, Eduardo. (¿Qué es un guindo?). Te has caído, pero no has llegado al suelo.

Te has roto antes de ser uno. (Pero acaso solo en la fragmentación haya unidad).

Te has maniatado, sin tener manos. (¿Se maniatan los ojos, las sombras?).

Todo lo que te constituye, Eduardo, te precede. Tu nombre, Eduardo, te precede: detrás no hay nada. Tu sexo te precede: solo sigue un nombre, Eduardo. No hay experiencias que te digan: tu latir es tu balbuceo; tu latir es tu muerte.

Aquí estás, otra vez, Eduardo. Aquí, perversa, fantasmalmente aquí, Eduardo, inobjetablemente Eduardo, incomprensiblemente aquí, hoy, de nuevo, tantas veces, Eduardo.

Aquí, con el sudario del grafito, horizontalmente ultimado (ulcerado), con la esperanza de convertir en ser lo que no eres, urgido por tu propia escisión a escindirte más, a escindirte hacia dentro, a escindir la oquedad que eres (¿qué es escindir?), a caer en el mundo, Eduardo, como quien atraviesa la corteza del mundo.

Los homosexuales piensan ya desde niños que tienen atracción hacia personas de su mismo sexo y, a veces, para comprobarlo, se corrompen y se prostituyen o van a clubs de hombres nocturnos. Os aseguro  que encuentran el infierno.
(Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá).

La palabra se pospone: su violencia es su ocultación.

Como la luz que se despierta en el lomo escamoso del cetáceo, así elude la palabra su raíz, la solidez, amalgamada de ausencia, con la que se hurta al silencio.

Cuanto dices es otro quien lo dice: tus labios te desamparan, Eduardo; tus labios desconocen tu nombre.

Devastemos la clausura. Que sea áspero el silencio.

Que el vuelo se ahínque en esta tierra en la que parpadeas como si el cuerpo te hubiera sido arrebatado.

Que el sueño diga quién eres, ya que tú no puedes hacerlo.

Que este lápiz convulso se contraiga hasta el espasmo, y libere olas mutiladas, de cuyos muñones broten la benevolencia y el horror.

Sabemos qué es lo que hay que hacer, y lo vamos a hacer, y por eso hacemos lo que hemos dicho que íbamos a hacer, y por eso seguiremos haciendo aquello que nos toca hacer, a pesar de que alguno no se crea que vamos a hacer lo que hemos dicho que íbamos a hacer (aplausos del público)
(José Ramón Bauzá Díaz, presidente de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares).

Que este estómago que te atormenta con sus alacranes ebrios te conduzca a un cielo habitado por prostitutas y madres.

Que con el concurso de tantos órganos descabalados, arrumbados en playas sin amanecer, puedas entonar cantos que ignoras, y decir lo que evitas decir, y alzarte otra vez, cubierto por la inmundicia de la esperanza, por las heces de tus semejantes, que en nada se asemejan a ti.

Te has caído, Eduardo, en el mismo punto que ocupabas antes de caer: querías trascender esa identidad, como la abeja quiere trascender el pétalo, como el supliciado quiere trascender el dolor. Pero un punto es siempre el lugar al que no llegamos, Eduardo, la estructura cuyo principio es siempre, el perímetro sin final.

Y ahí, Eduardo, donde creías que había un vientre bueno, un espacio sin adarves ni esporas, encuentras una boca que sugiere otro tú, un dictamen de ti, un cardumen de sombra, leche luctuosa, lubrificada por la maldad.

Y esa boca procura lo indecible, lo que nunca sonríe, lo que nunca habrías querido oír, que aquí concurre como una medusa calcárea, bañada de noche, empapada de sinrazón, ahíta de hogueras tenebrosas, humillada por el sacerdocio de la intransigencia, amortajándose en discurso, desnucándose de hiel, sin el hígado de los pájaros, sin la aureola de lo que hemos sido despojados, encaramada a las profundidades de un número que aún no ha sido formulado.

Esa boca, Eduardo, eres tú, y esa boca vaticina, se dilata como una nube que fuese también una cueva, esa boca configura la oscuridad como una incisión candente en el vientre de la misericordia.

El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva.
(José María Aznar López, presidente del gobierno)

Dices, Eduardo, que tus huesos son huida. Tus vértebras no sostienen sino el artificio del relámpago. La voz carece de huesos.

Dices que la metáfora oculta la sangre. (La sangre es metáfora de la muerte).

Dices que esta noche has pensado en ella, siendo ella otra, cualquiera, tú; siendo muchas, nadie, siendo nunca.

Dices que lo incivil tiene asiento en la exudación que depositas en la voz, en el timbre con que apelas a los espejos.

Dices que, ante el espejo, cada mañana, todo dardo se clava en ti.

Dices que no estás seguro de amar al aire, al dolor, a los hijos.

El gobierno español solo habla con terroristas, homosexuales y catalanes. A ver cuándo se decide a hablar con gente normal.
(Federico Jiménez Losantos, periodista)

Dices, Eduardo, que la carne no te construye ni te basta, que la calcificación del tejido es una añagaza de la fragilidad, que nada con lo que penetras alcanza su objetivo, porque carece de corazón, porque no se anuda a tus llagas.

Dices que, cuando amas, te ensombreces.

Dices, la boca dice, tu descomposición habla como si te estuviera moldeando, como si introdujera en tus articulaciones flores de metralla, como si arrancara de ellas partículas de mundo, asuntos espectrales.

Dices, Eduardo, te dices, te acumulas, te sustraes al viento y al tiempo, te retrotraes a lo que no era pólvora ni boca, a lo que se asomaba a tus ojos con la esperanza de descubrir otro cuerpo, otro yo, en el que volcar una inocencia devastadora.

Dices que el agua que bebes se transforma en tinta, pero que la tinta, después, se convierte en lava.

Dices, Eduardo, que el Adagio para cuerdas de Barber, que ahora escuchas en la radio, es lunar, pero la luna no fecunda ni perece: solo baliza el vacío; la luna persevera en su senectud blanca, adoquina el firmamento.

Oyes, Eduardo, la trepidación de esta casa en la que habita tu cuerpo, oyes a la casa roerse a sí misma, desballestar su humo y sus enzimas, y anticipar su hundimiento, sin perjuicio de su tiesura. Acontece la visión de su trasvase, y te aferras a sus ángulos inasibles para conjurar el peligro de que la casa se caiga, para administrar la alegría de que la casa se caiga, y de que, de los cimientos abruptamente expuestos a la luz, como una vagina exhumada con ardor, surja otra luna, otra boca, otro Eduardo, otra palabra, Eduardo, que condiga con tu inmarcesible disolución, y permita a tu cuerpo rebasar los huesos, y los vasos sanguíneos, y la placenta de que careces, para alcanzar, más luminosamente, la gloria de la destrucción.

(…)

(De Dices, fragmento inicial)

 

TENGO AÑOS CUARENTA Y NUEVE…

                        Autorretrato

Tengo años cuarenta y nueve,
que es lo mismo que decir
media vida sin reír
o tengo cuarenta y nieve.
No Eduardo: me llamo llueve,
y me inquina una tormenta
meticulosa, una lenta
casi nada que me guía,
con precisión de gumía,
a un ataúd de cincuenta.

TE ARRODILLAS, LO CAPTURAS…

Te arrodillas, lo capturas,
te hundes, subes, miras, bajas,
no cedes, no te relajas,
lo acometes, te saturas,
lames alto y bajo, apuras
el tallo y mascas la flor,
chupas, muerdes sin dolor,
y logras que estalle, y tragas,
y es gloria que todo lo hagas
con ese aire de candor.

(De Décimas de fiebre)

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