Fernando García Maroto (Madrid, 1978) es licenciado en Ciencias Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid, y actualmente trabaja como profesor de enseñanza secundaria.
Ha publicado las siguientes novelas: La geografía de los días (2010); La distancia entre dos puntos (2011; LcLibros, 2014); Los apartados (Eutelequia, 2012) y Que se enteren las raíces (Triskel Ediciones, 2015); así como los volúmenes de cuentos La vida calcada (Paroxismo, 2013) y Arquitectura del miedo (Uno y Cero Ediciones, 2016).
La persistencia del frío (Maclein y Parker, 2017) es su tercer volumen recopilatorio de relatos.
También forma parte del colectivo La Espiral Literaria y es miembro de la plataforma digital Escritores Complutenses. Asimismo, ha colaborado con distintas revistas de creación literaria, tanto en España como en América Latina, y con la revista cinematográfica digital Miradas de Cine.
Sinopsis de La persistencia del frío:
Los fantasmas de la razón humana también llegan acompañados de una sensación gélida en la nuca. El frío que anuncia la soledad, el desamor, la muerte o el delito, se convierte en el hilo conductor de estos relatos. En estas historias encontramos, entre otros, a un artista que halla su inspiración en el crimen; casas que respiran vaho helado y sepultan a sus inquilinos en la total incomprensión de sus vidas en común; una adolescente enamorada de su propio reflejo; e incluso un cielo hostil que niega la lluvia a los habitantes de un pueblo convertido en un erial. La persistencia del frío es una colección de relatos que, si bien no entraría en la categoría de narrativa de terror, sí que apela a los miedos primigenios de los seres humanos, esos que anidan escondidos en los lugares más oscuros de la consciencia, nos llevan al límite y ponen a prueba nuestra resistencia frente a los desastres cotidianos y a los demonios interiores.
Incluimos a continuación unas páginas del inicio de La persistencia del frío:
«Ahora, que el tiempo ha pasado y realmente poco importa, o quizá cuando esa supuesta importancia ha perdido definitivamente sus contornos nítidos por la implacable erosión del paso de los días, ya nadie podrá fijar con precisión la fecha exacta, el momento justo, el día en que empezó todo; o para ser más correctos y fieles, el primer día en que aquella pareja apergaminada de solitarios cincuentones comenzó a percibir claramente las consecuencias evidentes y los irreparables estragos del frío. Ahora ya nadie les preguntará, quién iba a hacerlo, ni siquiera ellos mismos se atreven, escondiendo a duras penas su turbación y evitando, con la precaución temerosa con que los titubeantes dedos rozan el calor de un fuego, los comentarios que pudieran surgir en las sobremesas vacías o por la noche más íntima; pero aunque así fuera, aunque alguien arriesgase la impertinencia de una pregunta curiosa con la que esclarecer este pequeño, doméstico misterio, ninguno de los dos podría dar la respuesta acertada, y es posible que hasta eso sea una bendición y no un castigo por su mala memoria, por su falta de previsión y atenciones.
Sin embargo, a pesar de la confusión de los recuerdos, de las versiones casi contradictorias y la consiguiente dificultad para fijar a partir de estas premisas un punto de inicio tranquilizador; a pesar de ser cada vez menos frecuente la coincidencia de pareceres o de opiniones en cualquiera de sus triviales historias comunes, la pareja convino, sin confesarlo abiertamente, en que tuvo que ser en otoño, o en todo caso a finales del verano, no cupo margen menos estrecho: no habrían dado tanta importancia al frío de haber aparecido en invierno, con la naturalidad propia de la estación; y si algo percutió poderosamente dentro de sus cuerpos fue aquel extraño escalofrío sincronizado que ahuyentaron a toda prisa con un espontáneo encogimiento de hombros y el sinuoso, acostumbrado bamboleo de sus torsos achatados. Pudo haberse debido a cualquier corriente de aire, a una digestión pesada o un sueño interrumpido, también a ese tedio de tardes melancólicas y años desperdiciados; pudo haberse debido a muchas otras cosas, variadas y opuestas; pero algo, un susurro, un instinto, cierta clarividencia, la trágica e inútil experiencia de los viejos, les dijo, casi les confirmó, que sus tímidas sospechas eran ciertas, que por una vez no estaban tan equivocados como venían estando sin saberlo desde hacía mucho, muchísimo tiempo, y que el frío de aquel día no era el frío de siempre. Lo dejaron pasar, no hay que culparlos: qué otra cosa podrían haber hecho.
Jamás cambiaron de casa, se fueron acostumbrando a ella con la resignación adulta a los dolores crónicos: vivían en la misma desde aquel momento remoto en que contrajeron matrimonio, y en ella organizaron, al principio con exagerada ilusión, sus vidas. Compaginaron sus respectivas independencias y trazaron con exactitud de tiralíneas ambiciosos planes de convergencia, dispusieron el terreno y esquivaron los obstáculos, pretendieron muchas veces una estabilidad más ficticia que real, siempre amenazada por el carácter provisional de cualquiera de sus decisiones, rechazaron sus demonios, los propios y los compartidos, tuvieron a su hijo y lo vieron crecer, disfrutaron como todos sus contemporáneos dentro de los límites de sus gustos admitidos y de las posibilidades impuestas por el entorno; en definitiva, allí fueron envejeciendo de manera irreversible y anónima, invisible. Hubo constantemente reproches, revanchas, reconciliaciones, humildes retos; pero nunca nadie, excepto ellos mismos, le dio excesiva importancia. Y siempre la casa fue testigo de aquellas etapas, unas veces sucesivas y otras simultáneas, que fueron poco a poco conformando de forma inconfesable el triste escenario de sus actuaciones. Se pertenecían mutua e inexorablemente; y por más que los instantes de flaqueza fueron frecuentes, nunca se plantearon en serio el abandono o la huida cobardes. Por este motivo, tanto el hombre como la mujer conocían cada rincón de la casa, todas y cada una de sus peculiaridades íntimas o arquitectónicas; también sus necesidades y sus reclamos, que no podían ignorar ni desoír.
Cuando compraron la casa, allá por la década que vio al mismo tiempo la construcción de sus sueños y el silencioso derrumbe de sus ilusiones, también la decadencia de su juventud y el triunfo agridulce de la robusta, contagiosa y estéril madurez, ambos tuvieron muy en cuenta, como una de las condiciones indispensables para tales dispendio y bendita adquisición, la orientación de la misma: conocían los beneficios de semejante atributo, menospreciado por la mayoría de compradores de su edad, no solo en horas ganadas a la luz solar y el retraso de la artificial, sino también por el bálsamo que aquella claridad y aquel ahorro de energía suponían en sus variables estados de ánimo y sus predisposiciones para con el otro y todos los demás. Acordaron como consigna ineludible que las ventanas y las habitaciones recibieran directamente, el mayor número de horas posible, esa tibieza gratuita y hereditaria. No necesitaban confesar el sentimiento de gratitud y bienestar que los dos sentían al subir la persiana del dormitorio y comprobar que los rayos del sol entraban francos iluminando la cama, aún caliente por el peso de sus cuerpos, y también sus rostros impregnados de la congestión del sueño recién abandonado; y cómo un rato más tarde, apenas una hora después, esos mismos rayos penetraban en la habitación del crío, componiendo un cuadro de costumbres beatíficas e higiénicas. Y ese mismo buen humor seguía con ellos a la hora de la comida, pues el salón era el último rincón de la casa que recibía aquel regalo en forma de luz y calor; y también durante el rato de la siesta, cuando el hombre descabezaba un sueño breve y ligero gracias al sopor proporcionado por los alimentos, el vino y la consabida, innegociable copa de brandy. También la mujer, recostada en el sofá, se dejaba acariciar voluptuosamente por aquella tranquilidad tramposa y traicionera que suspendía por unos instantes el frenético ajetreo diario al que se veía siempre sometida. Era como si ese calorcito rechazara cualquier amenaza, conjurara cualquier temor y retrasara la llegada del crudo invierno.
Así que este frío que últimamente estaban notando no era normal, quizá no alcanzaba todavía la categoría de patológico, pero desde luego que no era normal. No podía ser que de repente, sin aviso ni motivo aparente, la casa de toda su vida, su casa de más de veinte años, hubiera dejado de abrigarlos, de protegerlos, permitiendo la entrada de un frío hostil que pocas veces había sido bienvenido; algo tenía que haber cambiado, aunque no dieron con qué.
Entonces fue que comenzaron a sospechar de la casa, como si fuese posible cogerla en un renuncio, culparla de una equivocación o de un error que con toda seguridad serían responsabilidad suya, de la distraída pareja que había consentido tanto, quizá demasiado: ahora pretendían recriminarle algo por lo que nunca antes, mientras estuvieron siempre a salvo, resguardados de la duda y la intemperie, se habían preocupado: estaban decididos a condenar antes que comprender, porque esencial y lamentablemente, con una evidencia dolorosa, percibieron su incapacidad para lograrlo con mínimas garantías. No se detuvieron a pensar que, en el hipotético caso de poder reprocharle una falta o una debilidad, por mucho empeño que pusieran en aquel disparate, no encontrarían de todos modos la forma idónea de castigarla ni de encontrar compensación equivalente; y a fin de cuentas, serían ellos mismos los encargados de enmendar el desaguisado y reparar los daños, además de los ánimos, que estaban sufriendo un lento, continuo desgaste.
Ahora que estaban solos, que ya llevaban varios años compartiendo generosamente la soledad porque su hijo al final marchó lejos de ellos para comenzar su nueva vida, independiente solía decir él, y la pareja reía; ahora que no había distracciones para su atención y su precaria concentración, que tuvieron que rescatar del naufragio de la absorbente monotonía; ahora que la nómina de ruidos era más reducida, fue precisamente que empezaron a notarlos más, esos mismos ruidos, los de siempre, y se convirtieron poco a poco en paranoicos especialistas en matices. Ahora dos crujidos no sonaban nunca iguales, la melodía del goteo hipnótico de un grifo mal cerrado resultaba ensordecedora, los pasos invisibles del piso de arriba trazaban un desquiciado recorrido de locura, la caída de un pequeño objeto, sin necesidad de que este llegara a romperse, mucho menos hacerse añicos, los sumía en el estupor y en el delirio: permanecían alertas, muy nerviosos, preparados para recibir y desentrañar al mismo tiempo el enigma de cualquier señal. Porque esto era, según ellos dos, lo que la casa les estaba enviando: una serie indiscriminada de señales para descifrar la persistencia del frío.
Se esforzaron inútilmente por dotar de sentido a los gestos más absurdos. Todo lo que ocurría en la casa era por y para ellos dos, y debían tratar de entenderlo; como si de ese extraño modo pudieran detener el frío, o acaso conseguir los medios adecuados para, si no esquivar, al menos amortiguar sus golpes. Pero no entendían; y es que quizá no hubiera nada que entender, aunque la pareja no admitía bajo ningún concepto la inutilidad de su angustia, el desperdicio de tanto dolor.
El hombre y la mujer ―unas veces juntos, otras por separado, siempre con exagerada precaución de roedor― hurgaron por los rincones de la casa intentando descubrir cambios o movimientos, como si el frío fuera una presencia física y frívola, chabacana y traviesa, que se entretenía desplazando libros, cuadros, diminutas piezas decorativas o el robusto mobiliario; y todo para indicarles una clave, señalarles el inicio del ovillo que pudiera sacarlos del laberinto o, simple y llanamente, para hacerles perder la cabeza. Pero aparentemente nada cambiaba de lugar, todo seguía en su sitio, y ellos dos eran los únicos seres en que se evidenciaba un cambio serio, profundo: el desconcierto dio paso al miedo, también a la vergüenza. No sabían qué hacer, cómo actuar, y temían represalias por semejante inoperancia, de la que ya sin remedio se declaraban culpables. La casa siempre fue confortable y adecuada a sus necesidades, cuando fueron dos, más tarde tres y luego volvieron a ser pareja; pero ahora sienten el frío que se cuela por los resquicios que los cristales dejan en los marcos de las ventanas, por los finos huecos bajo las puertas, por intersticios insospechados y fortuitos. La antigua tranquilidad pasó a ser un recuerdo amable; ahora estaban inquietos, recelaban de la casa, y sin embargo se negaban a salir de ella: el frío estaba dentro, venía de dentro, tal vez del lugar más hondo de sus entrañas, y desde ahí lo comprenderían: desde ahí lo combatirían.
Sin apenas darse cuenta, con la lentitud violenta y obstinada con que surgen las arrugas y aparecen las canas, el hombre y la mujer quedaron aislados, pretendieron hacerse inexpugnables para solventar el problema que les acuciaba con insistencia canina. La pareja quedó completamente aislada por decisión propia; aunque en realidad ellos, por sí solos, no decidieron nada, sino que el frío, con sus artimañas y sus sobreentendidos, fue acorralándolos en la casa, dejando fuera de sus vidas todo aquello que no tuviera relación directa con él. Todas las habitaciones fueron inspeccionadas de cabo a rabo, no quedó nada en pie: armarios, cajones, mesillas; pero días antes de todos aquellos minuciosos registros en busca de algo que ni ellos mismos sabían muy bien de qué se trataba, en qué consistía, la pareja fue llamando por riguroso orden jerárquico a los pocos amigos que les quedaban debido al desgaste natural de la vida y sus relaciones, y pretextaron achaques, molestias varias, ocupaciones diversas y todo un catálogo de excusas trilladas para no recibir a nadie en su casa, tampoco salir de ella. Aquel lugar, que en su día, ya muy lejano y casi olvidado, fue un hervidero de amigos y conocidos que se reunían religiosamente con el fervor de las beatas para compartir comida y conversación, ha quedado ahora reducido al silencio y el abandono. Nadie acude ni es bienvenido.
Pero no solo fueron llamados los amigos: la pareja echó el resto y puso todo de su parte para reducir las posibilidades: también llamaron a fontaneros, carpinteros, electricistas y demás gremios para realizar una puesta a punto de los entresijos mecánicos de la casa. Aquellos hombres revisaron tuberías, cañerías, paredes, muebles, cables, luces, puertas y ventanas; la pareja no reparó en gastos hasta conseguir que cualquier aspecto, por mínimo o absurdo que este fuera, relacionado con el funcionamiento de su hogar quedara perfectamente renovado y controlado.
Como era de esperar, nada sucedió. Tanto el hombre como la mujer temían aquel resultado, que no era un verdadero resultado, ni siquiera una demostración infantil, sino que era nada más que la continuación macabra y exasperante de aquella situación que ya llevaban arrastrando más tiempo del que una persona normal en su sano juicio pudiera soportar. Por ese motivo, porque fue imposible dar con la respuesta o negar la mayor, el hombre y la mujer llevaron al paroxismo su lógica delirante y también ellos abandonaron la normalidad: sus nervios estaban a flor de piel, que era constantemente de gallina por la condena del frío, y podía vérseles deambular por la casa a todas horas con la inquietud ignorante de las bestias acobardadas, enjauladas, sin saber qué más hacer, cómo acabar de una vez por todas y para siempre con aquel frío que no desertaba y ya era uno más de la familia, el miembro más tozudo y menos querido.
Ahora empiezan a sentir el frío como nunca antes lo habían sentido. Cada vez acumulan más y más ropa encima, capas y capas de prendas horteras y raídas, desgastadas por el uso de muchos años; aunque eso tampoco sirve. Suben al máximo el termostato de la calefacción y la dejan encendida incluso por la noche, mientras duermen, o intentan dormir, bajo el peso desproporcionado de sábanas, edredones y mantas que amenazan con descoyuntar sus ya de por sí frágiles caderas de viejos solitarios.
Nada funciona; y, sin embargo, aunque no lo perciben, ellos sudan, los radiadores queman y la temperatura de la casa es insoportablemente calurosa: llevan el frío dentro, y cuando se abrazan recordando su pasado, también a su hijo, que en realidad forma parte de este, no consiguen transmitirse el calor que necesitan para ir sobreviviendo un día más porque ya no les queda: el frío insiste e impera, para siempre».