Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) es filólogo, escritor, ornitólogo, artista plástico. Traductor de Tristan Tzara, Eugenio Montale, Paul Claudel, Gustave Flaubert y Jacques Monod.
Obra literaria en libro:
De las condiciones humanas, Barcelona, Trimer, 1964
La hora oval, Barcelona, Ocnos, 1971
Cónsul, Barcelona, Península, 1987
Níquel, Zaragoza, Mira, 2005
Ciudad propia. Poesía autorizada, La Laguna, Artemisa, 2006
El bestiario de Ferrer Lerín, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2007
Papur, Zaragoza, Eclipsados, 2008
Fámulo, Barcelona, Tusquets, 2009
Familias como la mía, Barcelona, Tusquets, 2011
Gingival, Palencia, Menoscuarto, 2012
Hiela sangre, Barcelona, Tusquets, 2013.
Mansa chatarra, Zaragoza, Jekyll & Jill, 2014
30 niñas, Valencia, Leteradura, 2014
El primer búfalo, Málaga, En picado. Poesía, 2016
Chance Encounters and Waking Dreams, San Francisco, Editions Michel Eyquem, 2016
Edad del insecto, Barcelona, S.D. Edicions, 2016
Francisco Ferrer Lerín tiene un blog: El boomeran (g)
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Incluimos a continuación dos breves textos:
Quebrantahuesos
Qué grito lastimero, fino. Un destacado
haz de ásperas cerdas, dorso de hielo. Luz
devorada sobre cabellos de luna. Caes
maltrecha, y un relámpago espantoso abre
el pavimento, quiebra la tarde de escuelas, papagayos
sobre el risco, sobre el mar
de nubes gruesas, bagaje espeso de familia honda
y gran significado.
Contemplad el vuelo, flecha
de dimensión desconocida, garras
sobre hueso frío, la médula mordida, el viento,
y tú me hablas
-lo peor fue verle el rostro-
mientras mueres al arrancarte el corazón
y la bestia inyectada en sangre,
normalmente solitaria,
planea lejos, se aleja
entre el chasquido de láminas secas que cortan
el aire.
Mansa chatarra (2014), p. 93.
Configuración del trance
Fue una sorpresa la aparición de la ciudad; para mí y para mi acompañante, que podría ser mi madre, muy joven, o mi mujer, jovencísima. Llevábamos andado largo rato senda arriba y temíamos la llegada de la noche; la loma gigantesca de vegetación oscura, que asemejaba la cabeza de un hombre con el cabello crespo y muy húmedo, no recibía ya los rayos de sol y, cuando alcanzamos la meseta cubierta de ruinas, se oyó un búho real ulular nervioso mientras se deslizaba a ras de suelo ladera abajo. Así que fue una sorpresa la aparición de la ciudad, una ciudad abandonada pero visitada, los días de feria, por los que fueran sus últimos habitantes, y que mantenía calles y edificios en excelente estado aunque en las primeras no circularan automóviles u otros vehículos (¿cómo iban a llegar?) y en los segundos hubieran tapiado muchos de sus vanos con anaqueles repletos de libros o, más exactamente, legajos y carpetas. La gente parecía muy antigua y quizá por esto permanecía en silencio pero, en cambio, limpiaban con fervor las grandes puertas de madera de las casas de pisos donde vivirían en otros tiempos. Llegó la noche y la angustia se apoderó de mí. Perdida mi madre o mi esposa, desaparecidas las viejas personas, desvaneciéndose la ciudad (una ciudad provinciana, de tamaño medio), quedé solo, más que nunca. La muerte, la agonía al menos, ha de ser algo así, dije entonces con una voz que resultó irreconocible.
Mansa chatarra (2014), pág. 103.