José Saborit Viguer

 
José Saborit pinta, escribe, y trabaja como catedrático en la Universidad Politécnica de Valencia donde enseña pintura desde 1985. Entre sus libros de ensayo destaca La imagen publicitaria en televisión y Retórica de la Pintura (Madrid, Cátedra, 1988 y 2000); entre sus libros de poemas Flor de Sal y La eternidad y un día (Pre-Textos, 2008 y 2012); entre sus exposiciones Con el aire (Valencia, Centro del Carmen, 2008) y Más al Sur (IVAM, 2012).

Otras publicaciones:
El hígado de las estrellas (Punto, Valencia 1992).
La construcción de la naturaleza (en colaboración con José Luis Albelda, colección Arte, Estética y Pensamiento, Generalitat Valenciana, 1997).
El sol del membrillo. (Una película de Víctor Erice sobre el trabajo del pintor Antonio López) (Nau Llibres-Octaedro, Barcelona, 2003).
Noches de vino y cine (coord.) MUVIM, 2008.
Formas de Caminar (UPV, Valencia, 2009).

 

TRES CONJETURAS SOBRE EL ORIGEN DEL PINTAR

SOMBRAS

Desde que la luz fue luz para un ojo, hubo sombras. Mucho antes de que Plinio imaginara a la hija del alfarero Butades, aquella doncella de Corinto que retenía la imagen de su amado, cuya partida era inminente, dibujando la silueta de su perfil arrojada sobre la pared por la luz de una vela. Nacía así la pintura para aliviar el dolor de la ausencia con una mentira, con la invención de un doble, apariencia visible capturada, belleza efímera detenida, consolación ante la irremediable herida del tiempo en fuga. Mucho antes, sin embargo, la temblona luz del fuego rupestre debió arrojar siluetas que alguien pudo repasar y fijar con carbón, con sangre, con arcilla, y aún antes de que hubiese fuego hubo sol, y alguien pudo alcanzar cierta conciencia del mundo duplicado al descubrir su propia sombra proyectada sobre la tierra o la silueta de una rama perfilándose sobre una roca.
Sombras: no réplicas fieles del mundo y de las cosas sino resumen, continente sin contenido, silueta, paradójica fusión entre ausencia y presencia, oquedad en la luz, forma cambiante que se alargaba al atardecer o desaparecía cuando una densa nube ocultaba al sol. El mundo arrojaba sus primeras copias, las sombras. Después vendrían las siluetas en las cuevas prehistóricas, sombras de sombras, copias de copias.

REFLEJOS

A plena luz del día, en la espejeante superficie del remanso de un río, en las aguas estancadas de un lago o un charco, unos ojos pudieron descubrir semejanzas, y al contemplarlas, acaso una conciencia humana alcanzó a comprender por vez primera que aquella lámina tersa y quebradiza era un doble, una copia del mundo. No una réplica fiel sino un reflejo simétrico e invertido que tornaba imprecisos los límites de colores y contornos, como si pudiera desvanecerse en cualquier momento ese mundo tan vagamente delimitado y pleno de potencias transformadoras en el que todo parecía fluir y nada ser, ese escenario inquietante y a punto de romperse que tal vez fuera también el mundo, su mundo.

Lo visible se duplicaba, se copiaba a sí mismo en sus reflejos, se transformaba en ellos.

HUELLAS

El cazador adivina en la huella el movimiento del animal, el cauce seco delata el paso anterior de las aguas, el aficionado al toreo indaga en la arena la memoria de la faena concluida y el buen observador de una pintura no se conforma con mirar lo que hay en la superficie, sino que busca detrás de las huellas, detrás en el tiempo, y se pregunta cómo y en qué orden, y porqué se hicieron así las cosas y no de otro modo. En ese preguntarse por el acto que generó la marca, en esa metonimia fundacional que se interroga por la causa desde la evidencia del efecto, cabe imaginar el origen, el vislumbre de un lenguaje visual, o al menos, la capacidad del ojo para descubrir que el trazo, la marca o la huella, remiten a alguna otra cosa, tal y como San Agustín explicaría más tarde refiriéndose al signo.
Pero junto al signo está el juego, el placer de marcar, la muesca de la uña del mono sobre la corteza del árbol, las plantas de los pies bailando o jugando sin propósito sobre la arena húmeda de una playa. Tras la huella, no siempre hay intención de dejar huella; a veces sólo paso, juego, placer sin porqué.

(NOTA: Estos tres fragmentos forman parte de un libro en marcha titulado provisionalmente Cien fragmentos para pintores).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Share this post



Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Uso de cookies

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y mostrarle publicidad relacionada con sus preferencias mediante el análisis de sus hábitos de navegación. Si continúa navegando, consideramos que acepta su uso. Puede obtener más información, o bien conocer cómo cambiar la configuración, en nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies