Juan Luis Ramos

 (Fotografía de Juan Luis Ramos, por Amparo Fernández )

 

 

VIDA Y OBRA

 

 

Recuerdo que en la facultad de Letras a los estudiantes de Filología nos asignaron un aula sin ventilación a la que se accedía por un pasillo en cuyo acceso se leía una única indicación: LAVABOS. Quizá fuera una metáfora: ahí estáis y eso sois. O quizá no. En aquel entonces las cosas no estaban demasiado claras.

Ahí llegué (digo a la Facultad de Letras) como exalumno de un colegio católico. Mis padres consideraron seguramente que mi formación saldría ganando en un colegio religioso. En aquel entonces se decía que si eras capaz de salir adelante en la escuela pública, no tenías por qué temer que te destinaran a Vietnam. De eso hace más de 50 años y seguramente exageraban. Por otro lado, es posible que eso se dijera en EE UU. Parece que cuadra más. Aún así, mis padres algo oyeron y tomaron una decisión. No se lo puede agradecer, aunque tampoco se lo voy a reprochar. No a estas alturas.

A la primera chica que conocí en primer curso y que me manifestó algún interés la traté poco, porque militaba en el FRAP y en aquellos años finales de la dictadura, este grupo se empeñó en que era necesaria la lucha armada. Aquí en Valencia un comando pensó que era un interesante acto revolucionario disparar contra el guardia civil que vigilaba en la garita de la antigua cárcel de mujeres. Ella no tuvo nada que ver con el asunto, pero su familia decidió enviarla a Holanda hasta que pasara el vendaval. No la volví a ver y fue una lástima, supongo. Este mismo tema salpicó indirectamente a dos hermanos, militantes asimismo, a los que yo conocía algo porque habían sido compañeros míos en el colegio del que ya he hablado.

En la facultad, además de con esta chica tuve la suerte de coincidir con dos de los mejores poetas de mi generación, promoción, grupo, o lo que sea si es que es algo: José Luis Falcó y Miguel Mas. Con ambos tengo una deuda de gratitud.

Una tarde me llamaron de una editorial y me anunciaron que habían premiado mi libro (mi primer libro). Se lo conté a Miguel (Mas) y a Miguel (Herráez) y se alegraron. Después se lo conté a Tomás (March) en el café Malvarrosa. Javier (Siles) llegó después (varios meses después) y ya lo sabía.

Otra tarde, Víctor (Orenga) leyó mi tercer libro y me propuso publicarlo en la editorial que había creado junto a Amós (Belinchón). A Víctor, años antes de esto, lo visitaba a menudo (yo vivía cerca) en su piso de la calle Murillo. Allí me explicó con detalle toda la técnica narrativa de Nabokov y me regaló una edición anotada por él de Pálido fuego. En aquel edificio ruinoso tenía como vecinas a tres chicas extremeñas (o murcianas) que estudiaban algo en la universidad. O quizá fueran de Cuenca. Un día nos invitaron a tomar una cerveza en su casa. Como no tenían frigorífico, enfriaban las cosas con hielo en una nevera portátil. Lo que sucedió es que el hielo se había derretido y las cervezas estaban a temperatura ambiente. Un asco. Una de estas chicas de Cuenca (o de Ciudad Real) también había militado en el FRAP. Estas siglas, curiosamente, me persiguieron durante todos aquellos años.

Estuve viviendo en varias pequeñas ciudades y escribí un cuarto libro. Ya no lo publiqué. Las cosas seguían sin estar, al menos para mí, demasiado claras.

Hace un par de años Unai (Velasco) me propuso juntar todo aquello (los tres libros publicados y el inédito) en un solo volumen en su editorial (Ultramarinos). Acepté con miedo y ahora le estoy agradecido.

Libros:
Tiempo y practica del círculo. Prometeo, 1979. (Premio Gules)
Climas impuros. Cuadernos de Septimomiau, 1982.
Balada del indiferente. Víctor Orenga, 1983.
Con pájaros que ignoro. Ultramarinos, 2017; se incluye el inédito: Un pasajero en la provincia. (Premio Ciudad de Barcelona).

 

 

Incluimos a continuación algunos poemas de Juan Luis Ramos:

 

 

Fraternidad del mármol y alas
consagran la soledad de este paraje.
Sabemos exactamente cuál es
el precio de cada hoja:
la amarilla caída en desgracia,
la acorazonada,
o aquella carnosa de nervios violáceos,
casi humana;
sin embargo, desconocemos su utilidad.
Pondré un ejemplo:
un mapa de geografía traduce
al absurdo la desolación o la grandeza
y sirve para ejercitar nuestro tacto
que desarrolla su sabiduría
sobre los azules remotos o las distintas
especies de islas-clavo.
Por el contrario con qué fin adquirimos
un marchito desgarro vegetal.
Pero si no lo hacemos ¿quién saciará
nuestro afán de posesión?

(De Tiempo y práctica del círculo)

 

SEVERA DECREPITUD

Viajábamos perplejos
a lo largo de salas estelares,
dudábamos una y otra vez
en el umbral de bóvedas pobladas
de péndulos, jarras,
cortinajes
y agradable charla asexuada.
Una y otra vez,
como el pálido ejercicio
de la ablución diaria,
o la imprecación al santoral
todo.

Nada es distinto ahora,
la tibia colección de porcelanas
salitrosas
sobre el arenal
se perpetúa,
las bifurcaciones geométricas,
los paisajes sin luz.
Nada es distinto,
cada gesto en su página
corporal, cada
intención antigua
en su lugar.

Lo he descrito ya todo
e imaginación nunca tuve.

(De Climas impuros)

 

BALADA DEL INDIFERENTE

A orillas de cualquier estado
bajo un cielo tachonado de bengalas
y pájaros errantes,
se tiene la sensación, se tiene
la poderosa sensación de que una manzana
cualquiera,
mojada de escarchas infantiles,
al caer sobre la hierba donde quizá un par de enamorados
vivieron con cánticos de júbilo
y aullidos deportivos
la certeza profunda de su amor;
una dulce y purpúrea manzana
al caer
arrastra en su caída el paisaje,
el cielo tachonado de bengalas
militares y globos multiformes,
el paraíso y sus colonos.

Los dardos de la melancolía
buscan nuestra garganta y se tiene
una vez más la sensación
de estar de sobra en este cuarto destartalado
con polvo centenario y frío
lechoso que llamamos mundo.
Ni siquiera la ardiente mirada
sobre una vieja estampa familiar
desde cuya hondura un vago fantasma dice adiós
enternece
un pecho endurecido por la fatiga.
¿Será menester de nuevo hundirse
en la infinita playa de las tardes
desiertas, puras? ¿De nuevo recorrer los versos
del himno donde te llegué a encontrar,
cómica sublime?
Pasaste hacia dentro de mí mismo
y entraste en trato con el astrólogo,
ah, maldita, lengua de dragón,
–te insultaba la leyenda–
él sabía de tus vicios pues él había
confeccionado tu carta
natal y sabía
de tus vicios
y sabía que debías haber muerto varios años
antes;
por eso, pan del condenado, cuerno de Selene,
mojaba sus dedos larguísimos y delicados
en el tarro de miel
y de súbito
y sin que nadie supiera cómo
tú que debías haber muerto de una tisis
siniestra
varios años antes
sentías en tu vientre la mordedura
brutal, y la yema impregnada de néctar
de su dedo infinito
penetrar audaz
como el cordero a través de la garganta
profunda.
Penetrar, oh sucia princesa fenicia
comida de gonorrea, los suavísimos labios azules,
los celestes, suavísimos labios
azules del vientre delicado.

A nuestro alrededor se agitan los enmohecidos
cadáveres de cuantos cayeron
víctimas del placer.
¡Desdichados! No supisteis fingir
de manera convincente.
Los dioses del drama os han condenado
a recorrer sin fin
las zonas húmedas del escenario,
pues todo actor debe agotar
su representación y no a la inversa.
Desdichados… Fijaos en mí:
Estoy enfermo de dolor,
he jugado una partida contra el tiempo
pero no por vencer,
sino por ser vencido
y el tiempo se resiste a derrotarme.
¿Conocéis la historia del viejo jugador
incapaz de tomar una decisión
sin lanzar al aire su moneda?
Es mi historia:
Una aventura seca, olorosa a sol
y cuentas de vidrio.
Nada he recibido de la voluntad,
tan solo el azar me arrojó sus dones
y la caja cerrada en cuyo fondo ardían
las pupilas de animal voraz
de lo inesperado.
También he escuchado pasar las estaciones
y en la primavera, como un discreto
traficante de joyas
que atraviesa la selva
en busca de una tribu de sombríos e indiferentes
cazadores de monos diamantinos,
acudí sigiloso al final de las horas
cegado por la codicia, estremecido
por el pánico y la fiebre.

Mas en vano.
Me cercaba la imagen repetida
de un espíritu puro
lanzándome incesante
bellísimos discursos
como frutos de un arbusto venenoso
en una lengua que no cesaba
de ser tú, de ser
los otros, la concubina
del usurero, el niño ciego que olía a jabón
de escamas de monstruo,
la mujer repetida, hermosa
pesadilla
en la comisura de los ojos.
Me hablaba
en la lengua que urdías
para sorprender a los asaltantes de caminos,
para arremangar tu falda y ofrecer, engañosa,
la luz de tus muslos maternales.
Un don inútil
en una inútil tierra.

(De Balada del indiferente)

 

MALAS ANDANZAS Y TROPIEZOS, 3
(Con la sombra del estilita)

Malaventurado aquel que sabe
que es hombre,
aquel que camina por la piel
tibia de la tarde,
aquel que vive aferrado
al pecho inmenso de las horas,
aquel que se enciende en un grito
pensando en el futuro,
aquel que medita sobre nada y recuerda
el delicioso irse del río en el verano.
Que medita sobre nada horas y horas
y horas y sabe en la penumbra
de la alcoba el cuerpo, ese hermoso
cuerpo inaccesible.

Malaventurado aquel que sabe
que es hombre,
que lo sabe eternamente
y en ese saber se empeña.

Porque de él no será el reino
de los cielos,
porque de él no será el reino
de los días,
porque no dispondrá de sombra amena
donde cobijarse del implacable sol
de la edad.

 

LLEGA EL HUÉSPED

Es esta la peor época del año,
la estación más fría,
no debiera haber venido.

No debiera haber venido. Pero él
sabe que no había otro remedio,
por eso está allí
en la peor época del año,
mientras afuera el coro de los astros
cae helado en la terraza.

Inventa un nombre cuando el empleado
le pregunta. Un nombre que caligrafía
en el registro con letra redonda
y aguanosa. Profundamente aburrido,
el celador echa un vistazo aséptico
a la vida del recién llegado,
a su gabán polvoriento, y no sacando
conclusión alguna se abisma
por la garganta del edificio,
intentando en un gesto que el otro
le siga. Pero el huésped todo lo que ve
es una mano azulada que se agita
y le trae a la memoria un grotesco
banderín temblando en el vacío.

Está solo allí, ajeno a toda intención,
en ese cuarto estrecho y mal ventilado.
Pinchada a la pared una mariposa blanquecina.
Desde el lavabo, una larga mancha ocre
similar a un rostro airado
lo observa fijamente.
Tras los vidrios resuena la noche.

No debiera haber venido.

 

DOBLE FONDO

Esta es la luz que imaginó.
Aquella, la perfecta víscera
que nada anuncia. Esos son
los bosques poblados de amantes.
Arrecia el día, las alondras.
El cielo se desliza sobre el tiempo
pasado y deja tras sí un estiércol
oloroso que resplandece.

Habla solo. Horas y horas habla
solo y la soledad lo sustituye.
Alrededor del silencio está el mundo.
Habla solo y el mundo se extiende
al azar como crece el amor
en la noche cuajada de estrellas.
Habla sin tregua horas
y días. Afligido en los suburbios
de la vida habla con nadie
mientras la tarde se apaga.

Ha dispersado las monedas
que cautamente arrojó para retener
el sentido del regreso.
Ha vigilado la belleza, aunque después
el olvido levantó su enorme feria de desechos.
Y se ha tendido a descansar.

¿Qué espera él ahí, qué
le puede ofrecer ese sombrío paraje?
¿Qué se oculta para él en esa casa
de huéspedes? Del otro lado del río
salta a veces una luz,
una luz sedosa como la mejilla
de una virgen colérica.
Alrededor del silencio está el mundo.

Habla sin tregua de lagartos y nubes,
de las barcas que cruzan a la otra orilla.
Habla sin tregua por labios ajenos
desde ese pozo donde la realidad
lo ha detenido. Habla sin tregua
y la realidad lo sustituye.
¿Quién se oculta de él
en la habitación del fondo?

La realidad es su doble.

 

LA CARTA

Parece que ya solo templen el aire
siluetas de grajos
y gavilanes -se dice.
Un muchacho con una ridícula corona
de espinas
ha ido apareciendo despacio,
desde detrás del barranco.
Zigzaguea lentamente absorto
en el resplandor del cuarzo o en el himno
del viento.
Se acerca sin mirarlo
y le entrega una carta. De súbito
comienza a silbar la cafetera.
Sobrecogido, el mensajero corre
de nuevo hacia el barranco
apretando los puños. Un perro
salta hacia él, mas se detiene pronto,
hastiado. Las hojas de la higuera
vibran contra las láminas copiosas
de la tarde que cae.
Es una carta sensata
aunque ha recorrido un largo
camino. En la estampilla un pálido
marinero sostiene sin esfuerzo un delfín
alado. Todo es correcto. Entrevé en el remite
a un lejano pariente, al recordar
su vana pasión por la vida sonríe…
Desliza las yemas de los dedos
sobre la cuartilla. Tiene un tacto
untuoso. Los renglones marcados en verde
sobresalen como trazos de saetas
imaginarias hacia los corazones
de sus víctimas. Todo
parece correcto. La letra es clara,
hermosa, puntiaguda.
Denota un hondo amor
al prójimo. Todo sin duda
está en orden. Ninguna desdichada sorpresa
cabe esperar. El hombre que huyó
al confín del páramo para escapar
de lo imprevisto no se fía de nadie.
Toda precaución es poca.
Sin embargo nada es ahora extraño,
ninguna inesperada fiera puede asaltarlo.
Se apresta, riguroso, a leer.
Y nada entiende. Ni una sola
de aquellas palabras que sabe escritas
en su lengua. Ni una sola de aquellas
frases melodiosas que sabe precisas,
confortadoras, describiendo quizá
paisajes banales, dando cuenta feliz
de nacimientos. Todo está en perfecto
orden. Mas no puede descifrar el contenido
de aquellos signos tan familiares,
de aquellos dibujos mil veces vistos.
Ha comenzado a cerrar la noche.
Enciende la lámpara. Contempla de nuevo
la cuartilla. Sigue estando todo en orden.
En el mismo orden. El delfín alado
de la estampilla sobrevuela con desgana
a un marinero pálido que hace gestos
o manda avisos. El perro araña la puerta
y gruñe inquieto, la luz de los astros
mordiéndolo. Gira la hoja
en el sentido de las agujas del reloj.
La mide. La contempla
estupefacto. Cruje la noche, el ladrido
lastimero del perro.
Nada anormal, nada en la falsa
casilla. Nada
entiende.
Hunde la cabeza en el pecho.

(De Un pasajero en la provincia)

 

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