Laura Giordani

(Fotografía de Alma Maggi)

Laura Giordani nació en 1964 en Córdoba, Argentina. Vive en España desde su adolescencia.
Ha publicado Cartografía de lo blando (2005); Materia Oscura (2010); Noche sin Clausura (2012); Antes de desaparecer (2014); Una lengua impropia (2014) y las plaquettes Celebración del brote (2009) y Las varas del zahorí: poemas de la sed (2013). Sus poemas han sido incluidos en diversas antologías y ha colaborado en algunas publicaciones internacionales.

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Incluimos a continuación, «La infancia que nos aguarda», un texto publicado en la última sección de su libro Antes de desaparecer, publicado en Tigres de papel:

 

La infancia que nos aguarda
(Nueve infinitivos para el regreso)

Elegir el barro, su arrojo en la disolución, ese abandono
para que los sauces se sostengan. Tierra blanda, ofrecida
sin medida como la mirada de los idiotas, la ternura de los
cauces. Donde las raíces se estiran hasta escuchar la
confesión de los moribundos, donde las hojas se pudren
con el abono de los duelos: desasidas se hunden y el árbol
las mira con esa distancia con que un muerto mira
sus pertenencias.

La revelación no viene de lo alto, sube por los talones, los imanta hacia el regreso, yerra de los meridianos.

Rastrear lo que resistió a la crecida, su podredumbre (o
que gracias al barro no pereció). Con esa materia
sobreviviente fabricar una figura que se nos parezca, como
quien desteje un abrigo viejo y teje otro con su lana, eso
que ellas hacían sin descanso para que lo que nos rodeaba
no se desvaneciera del todo.

Sus agujas siguen hilvanando algo entre el olvido
y nuestros huesos.

Ellas, guardianas de esas habitaciones a las que los
hombres no entran, abrigando a los recién nacidos y a los
recién muertos antes de que se enfríen del todo; ellas,
resucitando helechos después de la helada.

Escribir desenterrando a ciegas, el tacto no miente con ese
fulgor convaleciente llamado nostalgia: tumba de la que el
muerto se ha marchado hace tiempo pero que sigue
fosforesciendo en la frente como esqueleto de potrillo
cuando anochece.

Desenterrar con las manos y como única luz la de sus ojos
menta-arrancada-del-corazón, aquel verde in-tacto.

Encontrar un atajo musical a las vísceras, esquivando
el habla:

háblame sin palabras para poder volver
o con palabras que no saben
todavía
esas que guardan la tibieza del vientre
de aquella perra

los vecinos de los ligustros podados
la mataron con vidrio molido
por escarbar la tierra que apisonaban con celo
por la luz de sus excrementos en la vereda
por sus aullidos de hembra en celo a la siesta

sobre todo
para aplacar esa infancia triturada
que aún les devoraba los huesos
en los días de lluvia.

Los adultos siempre escondían algo, guardaban cuchillos
o restos de escarcha en los cajones. Decían solidaridad o
habeas corpus mientras asaban nuestro corderito, mi
compañero blanco de huesos de nube. Cómo creer en su
revolución, sorda al dolor de lo que no habla; pero sí creo
en la ira de entonces al descubrir la parrilla, creo
fervientemente en esa ira blanca que todavía cava pozos
en sus jardines: esa sintaxis homicida llamada adultez

desconfío de las palabras
de los maestros de las palabras
dame
la afasia de lo blando
la certeza del tacto lo que no finge

otra vez el tacto
el tacto
digo
algo parecido a ese calor
para saber que regreso
las palabras no me llevan
a ese lugar in-tacto.

Decir bondad hasta que caigan las mariposas clavadas
a esa enciclopedia reseca en la que aún buscamos la
palabra primavera. (Con el polvo de sus alas y los
pulgares entrelazados reconstruir algo parecido al
vuelo abolido).

Seguir diciendo bondad hasta que todos los clavos
caigan y el cuerpo revele su inocencia.

Utilizar las varas cuando las brújulas confiesen su
derrota. Con ellas rastrear el agua subterránea, la gracia
sumergida, los juguetes perdidos al fondo del patio.

Sólo ponerse en camino si las varas de sauce tiemblan.

Romperse en el regreso, sin ocultar toda la indigencia que
sobrevino. Trepar por sus rodillas-de-pan-endurecido
hasta que calcio primero y último se confundan en la luz
terminal del durazno.

No creer a los espejos cuando nos llamen por nuestro
nombre o digan caducidad; no somos esos que se dibujan
en su agua mercurial con las respiraciones contadas.

Empujar la puerta de esa habitación que los hombres
clausuraron y ver a mamá cambiando los pañales a la
abuela, siguiendo el hilo de su conversación extraviada, la
viejita le llama mamá y algo parecido a la infancia vuelve a
poseerle las mejillas. Anda perdida, canta canciones de
otro tiempo: “vaga sola en el suelo pampeano, una loca de
lánguida faz”.

Aferrarse a esa sustancia invisible que viaja entre sus manos, a eso indestructible que enhebra sus cuerpos.

(Antes de desaparecer, 2014)

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