Lola Mascarell

Lola Mascarell (Valencia, 1979) es periodista y profesora de Lengua castellana y literatura. De 2008 a 2012 dirige el Taller de Narrativa de la Universidad Politécnica de Valencia. En 2010 publica su primer poemario, Mecánica del prodigio, publicado por la editorial Pre-textos. Palabras en el yunque. Memorias de un taller de escritura, un ensayo sobre su experiencia en talleres literarios, ve la luz en la editorial Cocó, en el año 2012. Un año después obtiene el Premio Internacional de Poesía Emilio Prados, otorgado por la Diputación de Málaga y el Centro Cultural Generación del 27, con el libro de poemas Mientras la luz, publicado por la editorial Pre-textos en febrero de 2013. Algunos de sus poemas han sido recogidos en diversas antologías y revistas. También ha publicado artículos críticos en distintos medios de comunicación y suplementos literarios.

Tres maneras de morir

De salmón

Al principio no notó nada. Se metió el trozo de salmón en la boca y lo masticó varias veces antes de tragarlo, tal y como le habían enseñado a hacer desde niño para poder localizar las espinas. Fue al pasar por la garganta cuando le pareció notar un pequeño pinchazo, un breve roce de algo sólido. Nada que un poco de miga de pan, pensó para sus adentros, no pueda envolver y neutralizar. Y así lo hizo. Separó cuidadosamente la miga de la corteza, masticó varias veces y se lo tragó. Después bebió agua.

Durante la siesta soñó que compraba un pez en una tienda de juguetes. Que lo metía en una bolsa. Y para cuando llegaba a casa, descubría que el agua se había escapado por un agujero. Rápidamente sacaba del envoltorio al animalito, que boqueaba angustiado, y lo metía en un recipiente mayor. Al contacto con el agua el pez cambiaba de color y se ponía a nadar alegremente por su nueva casa.

Un leve dolor de estómago y el aroma lejano del océano lo despertaron justo en ese instante. Estaba un poco desorientado.

Hay una leyenda oriental que dice que si mueres al tragarte una espina de pescado te conviertes en el pez que te mató. Yo no sé si soy exactamente el mismo pez, pero lo pienso. A veces creo que soy cualquier otro. Pero es pura utopía, puro autoengaño. Porque es duro remontar la corriente sabiendo que no vas a llegar al origen, que en cualquier momento una red te arrastrará a la superficie. Para entonces sólo espero que la boca que me trague sea hermosa.

De traspiés

La bajada a la cala no se anuncia. Por eso empezamos a bajar por el primer acantilado que nos pareció accesible. Pero a los pocos metros la cosa empezó a complicarse y hubo que pensar en subir. Igual que el primer párrafo de un texto que nos parecía brillante, cargado de promesas, y que al final acaba convirtiéndose en humo, humo que hay que borrar, hacer desaparecer del mapa. El problema era que para entonces habíamos sorteado rocas de tan gran tamaño que el retorno se planteaba como algo incierto y peligroso. Sabíamos el desenlace, que por otra parte ya estaba contenido en el primer párrafo, y en el título, pero no la forma de llegar hasta él. ¿Existiría acaso la cala Codolar? Unos hombres que pasaban en un barco nos gritaron perplejos. No sé lo que decían, pero podía intuirse. Sin embargo, entre las rocas, asida a las aliagas, totalmente vertical y atónita, no sentía el peligro como algo rotundo. Apenas una porción de incertidumbre, la respiración acelerada, el sudor. Me había lanzado a la senda de las palabras sin saber cómo, sin tener la más remota idea de hacia dónde. Y entre tanto el tiempo quizás se nos esfumaba en vano. Humo también. Pero sin importarnos. Porque la palabra aventura dibujaba en el horizonte sus ecos deslumbrantes. Y porque estábamos allí: las piernas en tensión, los ojos expectantes, la terca obstinación de alcanzar nuestro fin, y la osadía, y un leve mareo en la cabeza, en la cabeza ya un poco derretida por el sol cenital de aquella isla arrasada a la luz del mediodía. No sé cuánto tiempo permanecí frente a aquel brillo incierto, aquel brillo blanco, blanco y seco, de mi pantalla portátil. Buscaba el adjetivo y fue inminente, insoslayable, vertiginosa. Como sólo puede ser una caída desde lo más alto de la página.

Por pérdida de alma

Creo que la perdí una tarde de agosto mientras descendíamos en bici por la senda de tierra que baja del Llentiscle. Yo no sabía que se podía perder así, tan fácil, creía que era algo mucho más aferrado a las vísceras, algo más dependiente, no sé, como una oreja o un pie. Pero lo cierto es que cuando vine a darme cuenta se había esfumado, se había separado de mi cuerpo y estaba por ahí, flotando, vete tú a saber dónde.

Según he podido saber más adelante, la culpa fue de la velocidad. Porque si corres mucho ella se queda atrás y luego ya no puede alcanzarte. La pobre debió de quedarse mirando cualquier hojita, cualquier piedra veteada del camino y cuando se dio cuenta yo ya no estaba. La imagino jadeando allá atrás y llamándome por mi nombre -por nuestro nombre- tan etérea, tan transparente. Creo que deberíamos aprender a entrenar el alma en velocidad y gimnasia. No sé. Últimamente tengo la sensación de tener mucho tiempo libre. Incluso a veces me da por pensar que no fue culpa nuestra, que no se perdió, que me la quitaron, seguramente al pasar por el convento, un sitio que siempre me ha parecido repleto de un karma extraño. Quién sabe. Esté donde esté ella debe estar mucho más asustada que yo.

Hay diversas teorías sobre la pérdida del alma. Yo hubiera preferido, puestos a no tenerla, haberla vendido al diablo, que siempre me ha parecido una opción muy literaria. El caso es que sin alma las cosas te afectan menos. Esta misma mañana he leído algo sobre la muerte de una ciclista que descendía por el Llentiscle, del mirador de Rebalsadores, y no he sentido nada.

Estoy empezando a pensar que lo que se quedó atrás fue mi cuerpo. Hay hombres sin piernas que todavía pueden sentir el picor en el miembro amputado. A veces, la fuerza de la costumbre nos hace pensar que las cosas no han cambiado.

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4 thoughts on “Lola Mascarell

  1. limoni
    « Ascoltami, i poeti laureati
    si muovono soltanto fra le piante
    dai nomi poco usati: bossi ligustri o acanti.
    Io, per me, amo le strade che riescono agli erbosi
    fossi dove in pozzanghere
    mezzo seccate agguantano i ragazzi
    qualche sparuta anguilla:
    le viuzze che seguono i ciglioni,
    discendono tra i ciuffi delle canne
    e mettono negli orti, tra gli alberi dei limoni.

    Meglio se le gazzarre degli uccelli
    si spengono inghiottite dall’azzurro:
    più chiaro si ascolta il susurro
    dei rami amici nell’aria che quasi non si muove,
    e i sensi di quest’odore
    che non sa staccarsi da terra
    e piove in petto una dolcezza inquieta.
    Qui delle divertite passioni
    per miracolo tace la guerra,
    qui tocca anche a noi poveri la nostra parte di ricchezza
    ed è l’odore dei limoni.

    Vedi, in questi silenzi in cui le cose
    s’abbandonano e sembrano vicine
    a tradire il loro ultimo segreto,
    talora ci si aspetta
    di scoprire uno sbaglio di Natura,
    il punto morto del mondo, l’anello che non tiene,
    il filo da disbrogliare che finalmente ci metta
    nel mezzo di una verità.
    Lo sguardo fruga d’intorno,
    la mente indaga accorda disunisce
    nel profumo che dilaga
    quando il giorno più languisce.
    Sono i silenzi in cui si vede
    in ogni ombra umana che si allontana
    qualche disturbata Divinità.

    Ma l’illusione manca e ci riporta il tempo
    nelle città rumorose dove l’azzurro si mostra
    soltanto a pezzi, in alto, tra le cimase.
    La pioggia stanca la terra, di poi; s’affolta
    il tedio dell’inverno sulle case,
    la luce si fa avara – amara l’anima.
    Quando un giorno da un malchiuso portone
    tra gli alberi di una corte
    ci si mostrano i gialli dei limoni;
    e il gelo del cuore si sfa,
    e in petto ci scrosciano
    le loro canzoni
    le trombe d’oro della solarità. »

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