Mª Ángeles Pérez López

(Fotografía de Miguel Ángel Casado)

Mª Ángeles Pérez López nace en Valladolid, en 1967. Poeta y profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. Ha publicado los libros: Tratado sobre la geografía del desastre (1997); La sola materia (Premio Tardor, 1998); Carnalidad del frío (Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, 2000); La ausente (2004); Atavío y puñal (2012) y Fiebre y compasión de los metales (2016). Diversas antologías suyas han sido editadas en Caracas, Ciudad de México, Quito, Nueva York, Monterrey y Bogotá. Está en prensa una antología de su obra en La Habana.

A continuación incluimos cinco poemas de Mª Ángeles Pérez López:

 

Por las mañanas marcho a cazar el bisonte,
me cubro con la piel primera de mi mundo,
las flechas son del hombre que acompaña
su sueño y lo acompasa con el mío,
él marcha por su lado y su vereda
para escribir su parte de la historia.
En la mía estoy sola como siempre,
oliendo el miedo atroz y ese reguero
de huellas que conducen al combate.
Esas otras mujeres no cazaban
-las que miran desde antes y sonríen-,
alentaban el fuego y su videncia
ocultas en la sombra de su vientre,
maternas y cubiertas de maíz.
Pero ahora los tiempos son distintos,
la tribu no conoce la memoria,
he aprendido las marcas del venablo
y entonces hago mío el sufrimiento
de atrapar, de arrojar al animal
hasta su muerte escrita desde siempre
y llevarlo arrastrando, desollada,
también yo desteñida de su sangre.
Cuando vuelvo a la tarde me siento a llorar
porque advertí que el miedo es infinito,
y traigo roturadas sobre el rostro
las mías, las heridas de la lucha.
Soy responsable entonces de un pedazo
inmenso del dolor de la contienda,
de que cumplan su plazo algunas leyes
como la universal ferocidad,
de un trozo de la carne y de la lágrima
con que el bisonte sirve mi sustento.

(Carnalidad del frío, 2000)

 

Me declaro la ausente,
la que deja su cuerpo en cualquier sitio
como quien se abandona con cansancio
y parece mirar cada grano de arena
que cae pesadamente mientras mide
la ruidosa llegada del futuro,
pero en verdad escucha los quejidos
que los otros esparcen en el viento
como los sembradores de cizaña,
el modo en que la savia recorre como sangre
el cuerpo vegetal de las encinas
cada vez más rojizas contra el sol,
ese temblor apenas perceptible
con que los saltamontes se estremecen
en el salto encharcado por el hambre,
o la deflagración que hace estallar al hombre
y lo lanza con rabia contra el suelo
para el festín de lágrimas y pájaros
en el territorio llamado país.
Me declaro la ajena,
la que apoya sus brazos y sus hombros
contra un trozo infinito de pared
mientras tropieza lenta en cada signo
y busca ser visible-no visible,
infame paradoja en la que estar
peleando por mi trozo de dolor,
mi pan envejecido de repente,
pan ácimo y amargo en su alimento
pero tan necesario como el día
y el tiempo en el que gira el corazón.

(La ausente, 2004)

 

Sobre su pecho muerto, la mujer
pinta una gran ventana para el aire.
El corazón, en su áspera alegría,
asoma al sur su sala octogonal
por el hueco del seno que extirparon
la enfermedad, la mano, el bisturí.
Sobre su pecho muerto, la mujer
raspa cualquier recuerdo doloroso
y colorea el soplo y el zumbido
del arrebato rojo de quedarse.
El hospital se borra en su blancura,
esa sala de espera es no lugar,
la habitación sin lágrimas ni olivos
es también no lugar, los lavatorios
y ascensores que nunca se detienen,
el pasillo alargado como el miedo
de biopsia en biopsia es no lugar.
La madre le cosió dos grandes senos
con hilo destrenzado del cordón
que la anudaba al tiempo y sus asomos.
Ahora un médico serio, preocupado
descose uno de ellos, lo retira
en silencio, y la extensa cicatriz
que corre por el tórax como el frío
abrasa los paisajes de la tundra.
Pero sobre su pecho, la mujer
sombrea un árbol negro, transversal
por la ira de perderse en el otoño.
También nubes y niños anhelantes
en su transpiración y su ajetreo
para mojar la tarde y las palabras.
El viento que entra en tromba la despeina
y su risa es un pájaro veloz.

(de Atavío y puñal, 2012)

 

La mujer es un bello, implacable animal
que se pinta con nieve el corazón.
Una osezna que hiberna largamente
pero pare a sus crías en el frío,
un animal feroz, sobrepasado
por su propia pasión, temperatura
que derrite la escarcha y los desaires.
Mientras el oso duerme, merodea,
mastica con desgana los recuerdos
y rebaja su tasa metabólica,
ella desgasta el tiempo del glaciar
como hielo que vive su tormenta,
su estallido feliz, cristalográfico
que le devuelve el modo más flexible
y líquido, también nombrado amor
o arroyo que le corre por las patas
y hace bajar al hijo, a los oseznos
hasta el suelo en que habrán de levantarse.
Entonces toma nieve y se calienta
el corazón blanquísimo y ardiendo
en su aterida cueva silenciosa.
A nada temerá, con sus dos manos
arranca sus criaturas, sus pesares,
baja vida caliente de sus ingles,
de sus huesos inmensos y esponjosos
que se abren con dolor mientras hiberna.
Las lágrimas de esfuerzo y de alegría
pintan de sal su pelo entumecido
y al caer sobre el hielo lo disuelven.
Con el perfecto blanco sobre blanco,
la floración arisca del invierno
reverdece al igual que la mujer.

(Atavío y puñal, 2012)

 

Correas que sujetan las palabras
a la rueda inflexible de la boca,
grilletes de decir y no decir.

El óxido violenta las encías,
las bóvedas oscuras de la sed.
En el temor se enferman las vocales.
Hay luz muy sucia en el mandil del tiempo,
moscas sobre los zocos de la ira,
grumos de desamparo en cada litro
de leche almacenada en los arcones
con que asciende el umbral de la pobreza.

Formas de expiación, desgarraduras,
ganchos de carnicero que desangran
pulmones sonrosados de animal
–uno es Oriente, el otro es Occidente–.
Cada animal conoce su dolor,
es inocente siempre en su dolor.
Y con su gota espesa y pegajosa
la tierra fertiliza los manzanos,
la fruta que también es inocente.

Sin embargo, al morder y al escribir
letras de aire en su cuerpo malherido,
la boca deja un rastro de semillas.
Omnívora y febril, también elige
pedirle compasión a los metales,
pedir a los grilletes que liberen
su presa con un tajo del puñal
que brilla como un sol inesperado.
Que las correas suelten las palabras.
Que sean compasivos los metales.

(Fiebre y compasión de los metales, 2016)

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