(Biografía y selección de textos de Jenaro Talens)
Manuel Talens nació en la calle del Correo Viejo, en el barrio granadino del Albayzín, en 1948. En 1951 se trasladó con su familia al Cercado Bajo de Cartuja, donde transcurrió el resto de su infancia y juventud. Cursó el bachillerato de Letras en el Colegio de La Inmaculada de los HH. Maristas de su ciudad natal [en uno de los primeros poemas de su hermano Jenaro, Interiores, se le retrata «repasando su traducción de griego»], pero al terminar el preuniversitario en 1965 se decidió por una carrera de Ciencias, matriculándose en la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada por la que se licenció en 1971, ampliando más tarde estudios en París, Nueva York y Montréal, ciudad donde ejerció su profesión durante las dos décadas siguientes y donde nacieron sus hijos Sacha (1985) y Lara (1988). Aunque sus primeros cuentos los escribió en la adolescencia, su vocación literaria se mantuvo secreta hasta 1991. El azar quiso que su hermano, Profesor visitante ese año en la Universidad de Montréal, tropezara con unos folios guardados en una carpeta donde se contaba en una larga frase sin puntos y aparte la historia de una saga familiar durante el siglo XIX en el pueblo ficticio de Artefa (deformación del existente Atarfe) en las Alpujarras granadinas. Entusiasmado por la fuerza que emanaba de aquellas páginas, le animó para que desarrollase lo que no era más que un esbozo y lo convirtiera en lo que acabó siendo La parábola de Carmen la Reina. Gustavo Domínguez, entonces al frente de Ediciones Cátedra, leyó el manuscrito y de inmediato decidió publicarlo. La novela apareció en la colección Versal en 1992 con una enorme repercusión crítica, lo que animó a Manuel a regresar a España y establecerse en Valencia, su residencia principal desde entonces, compartida durante algunos años con su casa en Francia donde trabajaba su segunda mujer y donde nació su hija Eva (1999). Al poco de su vuelta a España abandonó la práctica de la medicina para dedicarse en exclusiva a su carrera literaria. Hijas de Eva, Venganzas, Rueda del tiempo, La sonrisa de Saskia y La cinta de Moebius, aparte de ensayos y artículos de prensa, fundamentalmente de tema político, y de numerosas traducciones, tanto científicas como literarias, dan fe de una obra tan radical como novedosa. Formó parte del colectivo Rebelión, fue uno de los fundadores de Tlaxcala y participó asimismo en el Consejo de redacción de EU-topías. En noviembre de 2014, regresando en coche con su hermano de depositar las cenizas de su padre en el cementerio granadino, hicieron una parada en Jaén para saludar al Dr. Eduardo Lucas Bueso, compañero de carrera y amigo íntimo de Manuel, médico en el Hospital provincial jiennense. Fue él quien lo convenció para que se sometiese a un examen médico que determinase el origen de sus molestias gástricas. Se le detectó entonces un tumor maligno de estómago, a consecuencia del cual falleció en Valencia el 21 de julio de 2015. El lunes 27 habría cumplido 67 años.
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Una de las características principales de la narrativa de Manuel Talens es la capacidad crítica y un sarcástico sentido del humor, ya patente en su primera novela, y desarrollado en todos y cada uno de sus libros posteriores. Piénsese, por ejemplo, en la historia de Hijas de Eva, donde dos monjas se escapan de un convento valenciano para fundar un prostíbulo en la Granada de posguerra o en la extraordinaria metáfora anti-globalización de La cinta de Moebius, donde el Arcángel San Gabriel se ve obligado a resetear el ordenador que rige el mundo ante la imposibilidad de encontrar una cura para el alzheimer que ha contraído Dios Padre en el Reino de los cielos.
Los textos con que queremos homenajear su memoria, seleccionados por su hermano Jenaro, pertenecen a la serie de relatos breves que Manuel publicó en la editorial granadina Dauro en 2003, La sonrisa de Saskia y otras historias mínimas. La ironía con que aborda el tema de las “viudísimas”, de la extraña pareja que forman sexualidad y religión o la desternillante parodia de la jerga psicoanalítica de una traductora porteña (psicoanalista y argentina es algo redundante, solía decir) testimonia el rechazo frontal que siempre mantuvo de todo discurso que ocultase bajo la verborrea pseudo religiosa y pseudo científica la pura y simple voluntad de poder.
LAS VIUDAS
Parece ser que Juan estaba convencido de que ella lo quería, al menos así me lo confesó en uno de esos minutos de placidez que a todos nos asaltan durante la sobremesa, cuando el rioja ha empezado a hacer su efecto y se tiene en perspectiva una larga conversación.
«Fíjate, Bernabenín», me dijo (continúa llamándome así, como cuando éramos niños, a pesar de que ya hemos entrado en la recta final). «Lo que me ha ocurrido a estas alturas, encontrar a la mujer de mi vida a una edad en la que otros ya están criando malvas.»
Hacía año y medio que se habían casado. Yo me enteré en Nueva York, porque estaba pasando una larga temporada con mi hija, qué quiere usted, treinta años de exilio dejan huella y ya no es posible ser de un solo país. Además, los nietos tiran mucho, aunque no hablen ni una palabra de español. Pues, como le digo, yo estaba en Brooklyn, en casa de mi hija, cuando recibí la llamada telefónica de Juan, desde Barcelona. «Me caso, Bernabenín», fue lo primero que soltó después de identificarse. «Pero, cómo es eso», le dije. «¿No tuviste bastante con Mercedes, con Wendy y con Imelda?». Y es que si ha habido un hombre dispuesto a eso de firmar papeles con una mujer, ése ha sido Juan Bravo Lachance.
No asistí a la boda, el reúma no me deja viajar todo lo que quisiera, y sólo conocí a Ariadna Beausoleil al verano siguiente, a mi regreso. Resulta que Juan había dado un curso en la Menéndez y Pelayo de Santander, ya sabe usted, esos bolos que le sirven a uno para ganarse un montón de miles de duros diciendo cuatro vaguedades a un público de extranjeros y concediendo entrevistas a la televisión, y Ariadna, que fue alumna suya en ese curso y estaba haciendo la tesis sobre su obra en la Sorbona, se le pegó como una lapa, que si es usted el maestro de maestros, que si la novela española actual no sería nada sin El mundo de Aniceto Ocaña o sin Aurora en sol mayor , que si gracias a ellas se ha mantenido vivo el recuerdo del pasado, porque al novelar la guerra civil usted demostró que la literatura es lo que hubiera debido siempre ser la historia, en fin, toda esa serie de zalamerías que sirven para que a uno se le caiga la baba. Lo pilló en un mal momento, agobiado por la soledad. Pero es que, encima, Ariadna está lo que se dice para comérsela cruda, y no le digo más porque no quiero ser grosero.
Veinticinco años bien llevados tiene la niña, en la flor de la edad, de manera que a Juan no le fue difícil enredarse con ella, igual que en los viejos tiempos, cuando dábamos clases por las universidades americanas.
Cuando los vi, de recién casados, Juan ya empezaba a albergar sus dudas, aunque a decir verdad eran más bien dudas sobre sí mismo que sobre ella. «La próstata», me confesó.
«Me cago en la próstata del copón. A veces aflojo en el mejor momento, y no sabes lo malo que es eso, con lo que yo aguantaba en mis años mozos.» Pero Ariadna, al parecer, le perdonaba todo. El amor, pensaba él; la vejez, pensaba yo, porque eso de ser la mujer de un escritor famoso e influyente, a quien un día de éstos le pueden dar el Premio Nobel, no es moco de pavo.
El primer aviso le llegó a Juan cuando vio que Ariadna recortó en El País un reportaje sobre Yoko Ono, en el que se contaba que ésta había acudido a Madrid para presentar un álbum con canciones inéditas de John Lennon, de esas que grababa en su casa. Juan se dijo que, al fin y al cabo, Ariadna era casi una niña, y John Lennon, el rock y todas esas músicas de chiflados que ahora aguanta por imposición de ella, eran ramalazos de la juventud. «Yo, Bernabenín, es que me quedé en Carlos Gardel», comentó para disculparla. «Pero, claro, los tiempos han cambiado y hay que ponerse al día.» No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Otra cosa que lo dejó sorprendido fue que un día, mientras estaban cenando, salió Rafael Alberti en el telediario. Cumplía no sé cuántos años, porque al final, poco antes de morir, los tenía todos, pero ella subió la voz del aparato con el mando a distancia cuando entrevistaron a su segunda mujer, la Mateo. El caso era que, antes, Ariadna le había asegurado siempre que Alberti no le interesaba como poeta. ¿De qué manera entender aquella súbita curiosidad, y encima no por Rafael, sino por la otra caradura?
Unos meses después, Juan empezó a mosquearse de verdad cuando supo que Ariadna se había apuntado por correo a unas conferencias sobre el tercer milenio en las que una de las figuras estelares era María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, que iba a disertar en Valencia en torno a la figura del porteño. Y, para colmo, la sorprendió hablando por teléfono y escuchó que decía: «No seas impaciente, Manolo, que Juan tiene la tensión muy alta y cualquier día le da una embolia». Se le heló la sangre en las venas y empezó a atar cabos.
Buscó entre los libros que Ariadna tenía por entonces sobre la mesilla de noche y encontró los Textos recobrados 1919-1929 de Borges, una recopilación de poesías, prosa poética, relatos, artículos, notas, traducciones, reseñas, prólogos y cartas del autor de «Ulrica», hecha por Sara Luisa del Carril, que acababa de salir bajo el sello editorial de Emecé. Juan, que fue amigo de Borges durante sus años de exilio en Buenos Aires, sabe muy bien que éste había renegado siempre de esos pecadillos de juventud y que incluso prohibió en vida que fuesen editados de nuevo, algo similar a lo que sucede hoy con el Deicidio de Vargas Llosa, pero no por enemistad con nadie, sino por motivos estrictamente literarios y de vergüenza torera, como el argentino confesó más de una vez. Juan abrió entonces distraídamente el magnífico ejemplar con tapa dura de los Textos recobrados y miró la página del copyright. Allí estaba la clave del entresijo: los derechos de autor sobre su obra, ya lo sabe usted, pertenecen ahora a la Kodama, que puede hacer y deshacer lo que le salga de las narices. Y, de hilo en ovillo, recordó las pillerías que Georgette, la viuda de César Vallejo, se permitió hacer con los poemas del peruano, y se dijo que esas cosas no le iban a pasar, y menos aún por motivos puramente comerciales, disfrazados de mitomanía.
«Fue una especie de luz celestial, Bernabenín, como cuando san Pablo se cayó del caballo y abrió los ojos: se me vino a la memoria aquella impertinencia que Jorge Luis dijo una vez de Lorca, que era un andaluz profesional. Pues anda que su viuda… ella sí que es profesional, me he enterado de que está vendiendo en los Estados Unidos cualquier papelucho que se encuentre por la casa, a mil dólares la hoja. Así que me he dicho que ya está bien de viudas profesionales comiendo la sopa boba.» Parecía un hombre serenamente contrariado, casi inmune a cualquier decepción. «A lo primero se me hizo cuesta arriba reconocer que con los años uno se vuelve gilipollas.» Se mesó los cuatro pelos que le quedan en la cabeza y dio un hondo suspiro. Sin embargo, los labios se le dilataron en seguida con una sonrisa. «Pero, qué te voy a contar, Bernabenín, el tiempo no pasa en balde y cada vez pego más gatillazos, voy a terminar follando con el dedo, así que he decidido transigir. Además, si hubiera intentado divorciarme, le habría tenido que dejar por lo menos la casa de Marbella, más la mitad del dinero, porque en este país los abogados han aprendido mucho, son como buitres.» La voz se le llenó de lujuria. «¡Y Ariadna está tan buena!, tiene unas tetas…, y una almeja… Así que tiré por la calle de en medio y, al final, cuando la diñe, que me quiten lo bailao.» La conclusión me pareció apoteósica: «Pero aún conservo la lucidez, Bernabenín, el testamento lo dice bien claro, toda mi herencia se la dejo a esa gente de Médicos sin Fronteras, y a ella, un consolador y mil pesetas para las pilas, no te jode.»
DOS BODAS
Una familia tan extensa como la mía da mucho juego, y eso es normal. La abuela Remedios, que fue la mayor de nueve hermanos y tuvo la ocurrencia de tener catorce hijos, es en gran parte responsable de que las reuniones que se organizan cada año por su santo parezcan más el congreso extraordinario de cualquier secta religiosa que una efemérides entre allegados de la misma sangre. Solía contar la abuela que, cuando se casó allá por el año 1914, llevaba catorce rosas blancas en el traje de novia, que representaban los catorce hijos que pensaba criar. Ni que decir tiene que el catorce era su número preferido. Lástima que la boda se viera empañada por algún desaprensivo, que puso jalapa en el pastel de la fiesta y mandó a todos los invitados al retrete como posesos.
Tras el noveno de los hijos mi abuela empezó a perder dientes y a encontrarse cansada. Quería parar, pero mi abuelo, su marido, le dijo: «Vamos a seguir para adelante, Remedios, que si no, nos dejarán los cinco que faltan dentro de un canastillo en el tranco de la puerta». Eran gente de otro temple. Hoy en día esas cosas ya no pasan.
En esta familia hay de todo, desde conductores de autobús a catedráticos de universidad, pasando por representantes de embutidos y por políticos fracasados que terminaron de vendedores en Cortefiel. El más popular, sin embargo, es el primo Luis, la oveja negra, como dice la abuela, que se metió a actor de teatro, hizo un papel secundario en una película espantosa de Mariano Ozores, se ha casado y divorciado cuatro veces y todavía aparece de vez en cuando en las revistas del corazón.
Hace años, una vez obtenido el título de licenciado en filología, intenté alejarme un poco de un ambiente que consideraba malsano y obtuve un puesto de profesor de español en la Universidad de Birmingham. El dinero que ganaba no era mucho, pero yo tampoco necesitaba gran cosa para vivir, y la ocasión de echarme una novia inglesa y de aprender así la lengua de Sterne me parecieron irresistibles. Hasta allí me fueron llegando, como en sordina, las noticias del devenir de mi familia. Supe, por ejemplo, que la prima Mercedes se había metido a monja en la orden del Sagrado Corazón. No me asombré mucho, porque ya entonces estaba curado de espanto a través de las aventuras del primo Antonio, que después de hacerse jesuita y de ser el orgullo de la abuela Remedios (ésta, de manera absurda, había soñado con que un nieto suyo fuese Papa) les dio a todos el disgusto de meterse a guerrillero con los sandinistas de Nicaragua. La vocación de Mercedes, sin embargo, parecía ser de proporciones más modestas, pues no se le ocurrió cruzar el charco y, según me contaron, trabajaba para su congregación en un hogar de huérfanos de Sevilla. El tiempo ha transcurrido sin que yo me diera cuenta.
Hoy todos los de la vieja guardia somos un poco más viejos y vivimos desparramados por España y por el extranjero. Mi familia ha alcanzado ya proporciones pantagruélicas, con montones de nietos y biznietos de los que a veces me cuesta retener el nombre, pero se sigue reuniendo una vez por año en torno a la abuela Remedios, que ya centenaria, sigue siendo el catalizador de gente tan dispar. Yo soy uno de los que contribuyen a que se conserve dicha costumbre, pues una vez que decidí volver al país tras curarme entre gentes extrañas el sarampión de la adolescencia, reanudé la tradición de acercarme a Granada cada mes de agosto para la efemérides. No es que me divierta demasiado recordar viejos tiempos, la nostalgia me parece tan malsana como la fe en el porvenir, pero a veces resulta agradable darle un abrazo a alguien con quien se jugaba de pequeño y olvidar por un momento que el destino nos ha separado de manera tan radical.
Fue ésa la sensación que tuve en 1996 con la prima Mercedes. No se trataba de festejar a la abuela, la pobre ya con ciento un años a las espaldas, sino de algo más especial: la boda de Paula, que es la hija mayor de mi hermana Rosario.
Por una razón o por otra, hacía más de veinte años que Mercedes y yo no coincidíamos, y al vernos, ya los dos con canas, la agarré por la cintura, la elevé con fuerza en el aire y le di tres vueltas de tiovivo mientras ella se reía a carcajadas como cuando no medía más de un metro (siempre fue menudita) y todos los primos veraneábamos en la enorme y destartalada casa de Almuñécar.
-No has cambiado, Alberto.
-Tú tampoco, Merche.
Era mentira, por supuesto, pero me sentí realmente feliz al verla de nuevo. Yo siempre la había recordado, de manera estática, liderando los concursos de pedos que organizábamos después del almuerzo mientras los mayores dormían la siesta. Las sobremesas de Almuñécar, con un sol de justicia en la playa, podían resultar particularmente aburridas si no había nada que hacer, pero la prima Mercedes se inventó aquel juego, que hoy recuerdo como uno de los más divertidos de mi infancia, y la parte de la jornada que hasta entonces nos había resultado insoportable se convirtió de pronto en un jolgorio que la enorme patulea de primos esperaba con impaciencia. El granero de la casa, en una zona casi inaccesible llena de cachivaches inútiles amontonados allí durante decenios, se transformó de pronto en escenario cotidiano de una cacofonía de flatulencias, puntuadas por votación democrática según una escala del 1 al 10 que diseñamos mi primo Cosme y yo. Mercedes ganaba siempre, pues con una caja de resonancia tan pequeña como la suya soltaba aquellos ruidos que parecían de guardia civil, y además tenía la capacidad de tirárselos diptongados, armónicos y cantarines, con do de culo final, y eso era algo realmente inalcanzable para los demás.
Guardo otra anécdota de ella conmigo, ésta mucho más antigua y asimismo en Almuñécar, que remonta a cuando éramos tan pequeños que las imágenes se vuelven borrosas y sólo quedan las sensaciones como soporte de la memoria. Debió de ser durante algún fin de año en Navidad, pues a veces la familia se desplazaba a la costa para comer el turrón. Éramos pocos primos todavía, sólo recuerdo a Mercedes, a Pedro Luis y a Pochola, y nuestros padres se fueron a la última sesión del cine, dejándonos dormidos en el mismo cuarto. Fui yo el primero en despertar y, cuando comprendí que nunca volverían, rompí a llorar. La enorme cama de matrimonio se convirtió pronto en un valle de lágrimas compartidas, y de aquella infinita pesadilla me queda en la piel la picazón del frío invernal, la terrible angustia del abandono, el olor a meados calientes que pronto empezó a rezumar el colchón y el sabor a sal de los mocos que, azuzados por la pena, resbalaban hasta mis labios. Acudimos los cuatro a la ventana del pasillo, Mercedes de mi mano y los otros detrás, y los gritos se hicieron tan lastimosos que pronto acudieron los vecinos de al lado y, después de llevarnos a su casa y de ofrecernos consuelo, hicieron que durmiésemos de nuevo sobre un lecho cuya sábana de abajo era una piel de cordero. ¡Qué calorcito tan agradable sentí entonces, abrazado a mi prima! Ignoro la continuación, pero supongo que el sentimiento de culpa de nuestros padres al regresar del cine permitió que aquel episodio se hundiera luego en el olvido.
En 1996 algo había cambiado: la pequeña Merche era monja y, además, lo parecía. No es que llevase hábito alguno, pero destilaba ese tufo a iglesia tan característico de las órdenes religiosas, por mucho que se vistan de paisano, con el peinado de permanente, falda gris a media pierna y zapatos macizos como tanques de la segunda guerra mundial. La boda de Paula se celebraba sólo a la mañana siguiente, así que me llevé a Merche a dar una vuelta por los jardines del Salón. Me dejó admirado, pues a pesar de que ya no profeso la blasfemia a ultranza como en los tiempos de mi juventud, el materialismo histórico dejó en mí un poso anticlerical que me impide guardar la calma en presencia de aspavientos piadosos, y reconozco que en más de una ocasión he sido injusto con personas que no lo merecen. La religiosa mojigata que estaba seguro de encontrar en Mercedes no existía en modo alguno y no tuve ocasión de darle la lección de mundo que esperaba en secreto. Muy al contrario, fue ella quien me la dio, hasta el punto de que me sentí un poco avergonzado de mi propia existencia. Supe de sus labios que trabajaba en el barrio más marginal de Sevilla, enfangada hasta las cejas con drogadictos, seropositivos, camellos, putas y delincuentes, y lo contaba todo con una sencillez maravillosa, como si estuviera hablando de planchar la ropa o de ir en autobús. Su vida parecía un trayecto inacabable.
Ya al regresar a casa de la abuela, para mantener la conversación, le pregunté por nuestra sobrina Paula, a quien apenas conocía.
-Trabaja en Correos -me dijo-. Hace nueve años que está de novia con Eduardo, que es celador en el Clínico, pero no ha querido casarse hasta tenerlo todo, el piso comprado, el ajuar, los muebles, la luna de miel en Cuba… -y añadió una frase que en aquel momento me pareció enigmática-: Algunos jóvenes de hoy son poco atrevidos.
La boda fue en la Virgen de las Angustias, que es donde se han casado tradicionalmente los miembros de mi familia. Paula estaba radiante. Al salir de la iglesia, entre el griterío de los invitados y la lluvia de arroz que lanzaban las muchachas casaderas de la tribu, me acerqué con mi prima a felicitar a la pareja. Las palabras de Merche aún me duelen en los oídos, pues son el resumen perfecto del fracaso de mi generación:
-Bueno, Paula, ¿y ahora, qué?
EL AZAR
A mi tío Eugenio no le gusta hablar de aquel episodio, porque dice que un caballero debe guardar siempre la compostura, y él perdió los estribos en el último segundo. A mí me lo contó después de mucho rogarle y, lo confieso avergonzado, con la ayuda de media botella de whisky que le fui sirviendo poco a poco, para rebajar sus defensas. Él sabe que los escritores somos como esponjas, no perdemos palabra.
«Contigo hay que andar con pies de plomo, sobrino», me recriminó una vez. «Se te menciona cualquier detalle en una conversación y luego nos lo encontramos en tu siguiente novela. No hay derecho.»
Mi tío Eugenio es un señor. Estudió la carrera de Farmacia en Santiago de Compostela para seguir la tradición familiar, pero luego decidió que pasar el resto de sus días en un pueblo de León, donde la gente concibe que la cultura es jugar a la brisca en el bar de Horacio, era un precio demasiado alto para alguien que había aprendido lenguas y se sabía capaz de recitar de corrida capítulos enteros del Quijote . Con más de treinta años, soltero y sin compromiso, aceptó un puesto de responsabilidad en un laboratorio suizo de productos farmacéuticos y, al poco tiempo, no tardaron en destinarlo a la sede central de Ginebra.
Tiene un fuerte acento cuando habla francés, pero su sintaxis es correcta. Allí, junto al lago Léman, fueron pasando los años y mi tío Eugenio, ya definitivamente soltero, se convirtió en el faro guía de todos nosotros.
Las vacaciones en el pueblo junto a su madre -mi abuela-, sus hermanas y todos los sobrinos que fuimos engordando la familia eran sagradas para él cada mes de julio. Incluso ahora que ya se jubiló sigue regresando como en los buenos tiempos. Fue educado en la tradición de mandar, si bien lo hizo siempre con modales exquisitos. Nunca me olvidaré de una escena que presencié en mi infancia, con él de protagonista. Era, por supuesto, el mes de julio y estábamos en el pueblo. Íbamos a ir a Santiago para ver la catedral y luego de allí pasar una semana de playa en Villagarcía de Arosa, todo a su cargo. Mi madre, mis tías, incluso mi abuela, andaban sudorosas cargando bultos en el maletero de su descomunal Mercedes, y mis primos Fernando, Miguel, Rita, Maripaz, Cristina y yo esperábamos en la calle con ansiedad. Mi tío Eugenio, en cambio, estaba en el asiento del conductor, bien trajeado, con corbata y con los guantes de cabritilla sin dedos que suelen llevar los pilotos de Fórmula 1, dando órdenes a todo el mundo, como un general.
En 1975, siendo ya un hombre maduro, sufrió un ataque de ciática que lo obligó a guardar reposo durante varias semanas. Después, una vez que el cuadro agudo empezó a remitir y para acelerar la recuperación, su médico ginebrino le recetó una cura de baños termales en la cercana ciudad francesa de Aix-les-Bains, pagada por el laboratorio para el que trabajaba. Y allí se fue.
Se instaló en un hotelito, por encima de los Thermes Nationaux, y a éstos acudía cada mañana para permanecer durante unas horas en remojo al cuidado de aquellas aguas milagrosas, tras lo cual una enfermera le daba masajes en las nalgas, que lo dejaban como nuevo. Estaba encantado, y no sólo por el tratamiento, que resultó espectacular, sino por la ciudad, una vieja gloria de la arquitectura francesa más decadente, que en el pasado había tenido el honor de recibir con periodicidad a la reina Victoria de Inglaterra y a gran parte de la nobleza europea. En suma, una ciudad con clase, llena de turistas adinerados, boutiques con ropa de lo más rancio, un casino, un lago que le recordaba vagamente a Ginebra e incluso conciertos de cámara al aire libre en el quiosco de música de una plaza con jardines. Como estaba inspirado por aquel ambiente excepcional y sabía que Lamartine había vivido en la zona, mi tío Eugenio se compró una antología de sus poemas para leerlos al atardecer junto a la orilla del lago Bourget, e incluso se aprendió el más famoso de todos, Le lac, que el poeta dedicó a sus aguas inmortales.
Un día, mientras se tomaba una cerveza y disfrutaba del sol, se le ocurrió compartir su felicidad con el camarero del bar, un hombre de aspecto fúnebre a quien creyó amante de los versos y, al pagarle la nota, empezó a recitar con aspavientos de vate decimonónico:
–Ô temps, suspends ton vol…
Pero el individuo lo miró con tal cara de asombro que a mi tío Eugenio se le cortó el aliento y desistió de aquel proselitismo declamatorio. Totalmente abochornado por no haber sabido escoger un público receptivo, se levantó de la mesa, dispuesto a desaparecer rumbo al hotel. Conforme se iba alejando lanzaba miradas furtivas hacia atrás, y se escamó al ver que el camarero lo observaba con recelo, como si fuese un loco. Para colmo, al llegar al lugar donde tenía aparcado su coche, tropezó en el encintado de la acera y se dio un rodillazo en el suelo que le hizo mucho daño. El día se le estaba complicando de manera absurda.
Lo peor, sin embargo, estaba por venir. Al subir por una cuesta se le caló el Mercedes. La rodilla izquierda le fallaba. Ya un poco nervioso, arrancó de nuevo, apretando a fondo el acelerador, pero no llegó muy lejos, porque inmediatamente le salieron al paso dos gendarmes que se hallaban en la esquina de una calle adyacente.
-Sus papeles, por favor -le dijo uno.
-¿Qué pasa? -preguntó mi tío.
Estaba desconcertado. Es un hombre de orden y los policías le parecen bien, pero a distancia.
-Al arrancar ha sobrepasado usted con mucho el nivel de decibelios permitido en la ciudad. Será una multa de noventa francos.
-¿Una multa, cómo una multa? -perdió el control de la voz y gritó-: ¡A mí no me han puesto una multa en mi vida, yo soy un ciudadano respetuoso de las leyes!
-No se ponga nervioso, Monsieur, y no me hable en ese tono, porque puedo ponerle otra
por desacato a la autoridad.
-¡Pero…!
-Usted lo ha querido, le pondré otra de ciento veinticinco francos por desacato a la autoridad. Nuestro aparato no miente, Monsieur -el gendarme recalcó la última palabra, como si la estuviera escupiendo-, ha sobrepasado usted el nivel permitido de decibelios. -Lo estudió con displicencia durante varios segundos a través de la ventanilla de la portezuela-:
¿De qué país viene usted, Monsieur?
Aquello era más de lo que mi tío Eugenio se sentía capaz de tolerar. Siempre le ha molestado que al abrir la boca para hablar en francés le pregunten por su origen, quizá porque se educó durante una época en que ser español no era precisamente una garantía de calidad. El comportamiento del gendarme -un hombre rubio, de tez blanca y ojos azules, en contraste con él, de aspecto marroquí- le parecía ofensivo, una humillación. Además, le dolía la rodilla y la cabeza empezaba a zumbarle por la cólera retenida.
-¿Este coche es suyo, Monsieur?
Decididamente, se trataba de un provocador.
-Pues claro, no se lo he robado a nadie -esta vez habló bajito, para no empeorar la situación.
Salió del coche y le entregó los documentos al gendarme, que empezó a redactar las multas apoyado en el capó. Sintiéndose indefenso y, al mismo tiempo, deseando conservar la dignidad, mi tío encendió un cigarrillo y se mantuvo a una cierta distancia, pero pudo oír con nitidez que el otro agente le susurraba a su compañero:
-¿No te estás pasando un poco, Jean-Marie?
Jean-Marie, sin embargo, terminó de rellenar los papeles sin abrir el pico y luego se los entregó a mi tío.
-Tiene usted hasta mañana para abonarlas en la comisaría -le advirtió-. La dirección está indicada en la parte de abajo.
Pero mi tío Eugenio no es un hombre al que le gusten las deudas y prefiere pagarlas de inmediato. El pulso le latía con fuerza en las sienes y su antigua úlcera acababa de despertarse como por casualidad en el duodeno. Una vez que partieron los gendarmes, se dirigió directamente a la comisaría y llegó en menos de cinco minutos. Allí, preguntó por el comisario y lo hicieron pasar al despacho de éste. Pensaba cursar una queja por abuso de autoridad.
-Apague ese cigarrillo, Monsieur, en esta comisaría tengo prohibido fumar -le ordenó el comisario con sequedad-. Es por mi enfisema, ¿sabe? -tenía voz de mando-: ¿Quién es usted y qué quiere?
Eran dos jefes frente a frente, pero a aquellas alturas del día, mi tío Eugenio estaba harto de tanta pregunta. Apagó la colilla en un cenicero dispuesto sólo para eso y decidió darle una lección de retórica a su oponente:
-Me llamo Eugenio Bécares Alonso, nací el 6 de abril de 1924 en Destriana de la Valduerna, diócesis de Astorga, partido judicial de La Bañeza, provincia de León -puso las multas sobre la mesa-, soy español, y se acaba de cometer una injusticia conmigo.
Al comisario se le mudó el semblante. La mueca de profesionalidad impostada con que había recibido a aquel extranjero pasó a convertirse en una sonrisa.
-Yo me llamo Astorga de apellido, Monsieur Alonso…
-No, Alonso no, Bécares.
-Monsieur Becarès…
– Becarès no: Bécares.
-… Mis bisabuelos emigraron de León a Francia a principios de siglo y siempre he soñado con que alguien de aquella zona me aclare una duda…
Lo había pillado a contrapié.
-Usted dirá -acertó a murmurar.
El comisario Astorga rasgó en cuatro pedazos ambas multas y las lanzó a la papelera.
-Venga a nuestra sala de reuniones, allí estaremos más cómodos, Monsieur Becarès.
-Bécares.
Lo condujo al interior de la comisaría y, una vez instalados en dos confortables sillones, le dijo:
-Sabe usted, tengo entendido que en la provincia de León existe el marquesado de Astorga y me gustaría saber si soy de origen noble. Es por mi mujer, que le encanta eso de la aristocracia.
Llegados a tal momento, mi tío Eugenio creía estar asistiendo a una sesión en regla de teatro del absurdo. Pero se repuso. De todas formas, las multas ya no existían, estaban en la papelera.
-Deme usted sus datos personales y le prometo que el próximo verano, cuando vaya a España en julio, haré las investigaciones pertinentes, Monsieur Astorga.
Pocos minutos después, el comisario lo despidió efusivamente en la puerta.
-Monsieur Becarès -le dijo, mirándolo fijamente a los ojos-, la suerte es como la nobleza de un apellido: o se tiene o no se tiene, todo es cuestión del azar -le palmeó la espalda-. No olvide que de no estar yo aquí, hubiera tenido usted que pagarle doscientos quince francos al Estado francés.
Mi tío Eugenio evitó responder. Estrechó la mano que se le tendía y regresó al hotel. Aquella noche cenó frugalmente y, antes de acostarse, se dio una larga ducha. Tuvo un sueño inquieto, febril, salpicado de sobresaltos en los que se le venían a la memoria fragmentos de la aventura del día anterior. Por la mañana, nada más levantarse, hizo la maleta, desayunó y pidió la cuenta en conserjería. Los baños termales se habían acabado para él. Una vez en el coche, enfiló la carretera que bordea el lago en dirección a Ginebra. Estaba orgulloso de haber guardado hasta aquel momento los modales que son el galardón de la familia. La crianza es la crianza, eso se mama.
Pero justo cuando empezaron a desaparecer las últimas casas, no pudo resistir un impulso que le provenía de las entrañas, quizá mezclado con el ácido clorhídrico de la úlcera duodenal. Se hizo a un lado y aparcó el Mercedes. El cielo era azul y lucía un sol maravilloso. Abrió la portezuela y echó pie a tierra. Ya junto a la orilla del lago, se sacó del bolsillo de la chaqueta el papel con las señas del comisario Astorga, hizo una pelota con él y la lanzó al agua. Luego, liberado de aquella carga, se despidió para siempre de Aix-les-Bains y de todos sus habitantes con el único exabrupto que ha pronunciado en su vida:
-Que os den por el culo.
EN BUSCA DE LACAN
A Marta, que es argentina, psicóloga y traductora.
«Tuvo muy buen parecer, y fue tan celebrada, que en el tiempo que ella vivió todos los copleros de España hacían cosas sobre ella».
Francisco de Quevedo, Historia de la vida del Buscón
Siempre, desde que soy capaz de recordar, soñé con traducir. Es algo que llevo en la sangre, pues ya de muy pequeña, con un par de años, le preguntaba a mi madre, «mamá, ¿cómo se dice esto o aquello en francés?». Las dos vivíamos en el barrio del Guinardó. Mamá, que es argentina, recorrió conmigo los consultorios de cuanto psiquiatra infantil huido de los militares había entonces en Barcelona, pues no acababa de entender que una piba como yo, que hubiera debido centrarse en aprender primero el castellano -aunque fuera entre gallegos catalanes- estuviese tan preocupada por una lengua extranjera.
Pero los psiquiatras no daban con mi dolencia. El primero que visitamos dijo que yo sufría de neurosis bilingüe con desorientación sexual incestuosa entre el ego y el id. Para entonces, tras varios años en contacto con la catalanidad, mi madre ya había perdido buena parte de su barniz porteño, de manera que el diagnóstico no le cuadró y fue así como iniciamos nuestra peregrinación por clínicas que ella buscaba en las páginas amarillas.
Ni que decir tiene que la Psiquiatría – tanto argentina como española- fracasó conmigo, pues yo seguía preguntando que cómo se dice almeja o nabo en francés bien antes de dominar por completo mi lengua materna. Mamá estaba abatida. Una mañana que fui con ella al mercado de la Boquería, nos paramos en el puesto de la carne y oí que preguntaba:
-Señora Remedios, ¿a cuánto tiene hoy la lengua, pero que sea de la mejor?
Lo que sigue surgió de mis labios como un escopetazo:
-Mamá, ¿cómo se dice lengua en francés?
La señora Remedios, que es de Murcia y ve muchas telenovelas venezolanas, me miró con ojos picarones y se adelantó en la respuesta:
-Niña, tú vas a ser traductora.
Nunca más volvimos al psiquiatra y, con lo que se ahorró en consultas, mi madre pagó en la Berlitz los cursos de francés.
Lo de consagrarme a la traducción científica psicoanalítica estaba cantado, porque una historia como la mía no se vive en vano. Hace tres años encontré un ciberempleo en una editorial de Bruselas que decidió introducir por los países de habla española lo más saliente en psicoterapia lacaniana y la verdad es que ha encontrado el hueco y no le va nada mal. El trabajo abunda, porque con la manía del inglés ya queda poco personal que domine como yo las sutilezas del francés.
Desde el primer momento me entregué con pasión a las cosas de Lacan, si bien he de admitir que un poco a ciegas, sin que me entrase bien el significado. Desde fuera, al parecer, se veía más claro, pues una amiga de mamá, que ya va por su tercer amante fijo, insistía cada vez que hablaba conmigo en que lo que yo necesitaba era menos sueños y más realidad. «Che, buscate un macho y dejate de sublimar», solía decir.
Fue entonces cuando conocí a Héctor, que es dentista y acababa de abrir consultorio en el Paseo de Gracia. Héctor nació en el barrio de la Boca y siempre ha sido pragmático:
-Dejate de boludeces, Mónica, que una buena dentadura no hace daño ni tiene que ver con el inconsciente, che, acá o en el Río de la Plata. A vos se te volaron los pájaros de tanto darle al francés.
Mi poca disponibilidad le molestó desde el principio, pero yo me aferré a él de tal manera que no quería soltarlo. Con todo, también me deleitaba el trabajo a distancia en la editorial, donde ya había alcanzado un aura de profesional. No sé cómo logré sobrevivir, ya que armonizar las solicitudes de un marido latino con el manejo absorbente de Lacan no resulta fácil. A veces se me atragantaba durante horas una frase suelta y Héctor, incapaz de entrar en razón, se consumía de impaciencia. Cuando nació Graciela el tiempo empezó a faltarme para mis obligaciones a dos bandas. No daba palo ni abasto.
Sin duda Héctor se dio cuenta, porque el día de mi cumpleaños me regaló un programa informático de traducción automatizada. Al parecer se lo inventaron los yanquis durante la guerra fría para traducir al instante los mensajes que interceptaban del enemigo.
-Es bárbaro, ¿viste? -dijo-. Le metés las pelotudeces por un lado y, ¿viste?, las traduce por el otro mientras vos me calentás la leche, ¿viste?, labura solo.
Hice mi primer intento con el encargo que tenía entre manos. Se trataba de un mamotreto sobre identificación objetual en la adolescencia, redactado con oraciones gramaticales del tipo de esta que sigue: Donc la recherche de ce relèvement comporte un certain nombre de constantes, dominées par l’importance qu’on accorde à l’agir par la grandissante concrétisation objectale des transformations de statut à travers l’utilisation du corps de l’adolescent, dont l’épanouissement en découle plus tard.
El problema con ese programa automático es que todas las lenguas han de pasar primero forzadamente por el inglés, parece el derecho de pernada que se le debía al señor en tiempos feudales. Le introduje el primer capítulo y se abrió paso por él en plan depredador. He aquí cómo quedó el párrafo: Therefore the search of this raising embraces a certain number of constants, dominated by the importance which one grants to act by the increasing object concretization of the transformations of statute through the use of the body of the teenager, whence later pleasure drips in.
El castellano sufrió luego las consecuencias de tamaña violación del sentido: Por lo tanto la búsqueda de esta erección abarca cierto número de constantes, dominadas por la importancia que una conceda al acto y por la concretización del objeto creciente de las transformaciones del estatuto mediante el uso del cuerpo del adolescente, de donde más tarde chorrea en el placer.
Me entraron dudas, porque aquello sonaba un poco fuerte, pero Héctor me tranquilizó:
-De todas maneras nadie entiende esas cagadas.
Aquella noche, aprovechando que mi madre vino a cuidar a Graciela, Héctor y yo nos fuimos al cine. Al regresar, el programa me había traducido el libro entero con la ayuda de mamá, que adora sentirse útil todavía y hace sus pinitos con dos dedos ante la pantalla. Fueron meses felices ¡Todo nos iba tan bien, Dios mío! Héctor estaba atendido y a mí me quedaba tiempo de respirar, pues complacía las peticiones de Bruselas con tal celeridad que agotaba sus reservas. Hasta que un día, convencidos quizá de que yo hacía boca a todo, decidieron darme además cosas de clientes ajenos a la psiquiatría. La primera de ellas fue un artículo para una revista popular de amplia tirada. Tenía un título como el de aquellas películas clásicas con que mamá se hizo mujer: Bill Gates against James Bond . Lo puse en sus manos y me miró agradecida, pues está chapada a la antigua y prefiere lo de siempre, no las exégesis indigestas de Lacan. Tranquila y satisfecha, continué con un asunto particular que Héctor y yo estábamos terminando.
Como he dicho, fue el primer encargo no psiquiátrico, pero también el último, porque la confianza mata. Al día siguiente recibí un correo electrónico de la editorial, notificándome con malos modos que prescindían de mis servicios. No apreciaron el título automático en castellano: Puertas de Cuenta versus Mermeladas Afianzan. Tampoco el texto, que era un galimatías por el estilo, pero como esta vez no iba destinado a matasanos sino a gente normal, se notaba.
Las desgracias nunca vienen solas y al poco me enteré de que Héctor me estaba engañando con su secretaria. El divorcio ha sido penoso. Dejé la traducción y regresé al Guinardó, donde vivo otra vez con mamá, que se ocupa de Graciela mientras yo asisto a las clases de la universidad. Estoy decidida a ser psicoanalista para descifrar por fin a Lacan.
Gracias, Jenaro. Ahí vamos a estar, en esa memoria de la decencia que Manuel nos deja…
Excelente iniciativa. Un excelente traductor, escritor y fundamentalmente un gran amigo y compañero en los momentos en que son términos fuera de lugar.
Queridísimo Manuel, ahora que no estás entre nosotros y siendo inmensa la pena que sentimos todos tus amigos, es para mí una felicidad leer una vez más La Parábola de Carmen la Reina; es humor fino, es sarcasmo sano, es historia ?….sus personajes, ellos todos, gustosos aceptan estar dentro de las páginas, y a lo que tú digas, de esa obra maestra. Es tal la calidad que habría que rebuscar en todo el siglo XX para encontrar algo así.
Adiós Manuel con mi cariño entrañable y mi amistad, que data de hace más de 50 años.
(Yo soy el otro amigo cuando Jenaro Talens, el gran escritor, pensador y poeta, habla de Eduardo Lucas como uno de los dos mejores amigos de Manuel desde los tiempos de la Facultad.)
Miguel de la Torre Alberti
Médico Estomatólogo- Madrid.