Sònia Hernández

Fotografía de Lisbeth Salas

 

Sònia Hernández (Terrassa, 1976) publicó en 2006 su primer libro de poemas, La casa del mar, al que siguió en 2010 Los nombres del tiempo. Como narradora, ha publicado los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008) y La propagación del silencio (2013), además de la novela La mujer de Rapallo en 2010, el mismo año en que la prestigiosa revista británica Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Como periodista, es colaboradora habitual del suplemento Cultura/s, del diario barcelonés La Vanguardia, además de otras revistas literarias. A finales del mes de abril, aparecerá su novela corta Los Pissimboni en Acantilado.

 

Los Pissimboni [Fragmento]

Nadie quería a los Pissimboni. Vivían en una casa cubierta de hiedra en lo alto de una colina, lo suficientemente distanciada de las demás casas como para que todo el mundo considerase que vivían fuera del pueblo. Formaban una familia de muchos hermanos y nadie sabía si el patriarca y su mujer, Ignacio y Martina Pissimboni, todavía estaban vivos. Nunca se veía a ninguno por el Pueblo, y sus habitantes ya se habían acostumbrado a no pensar en ellos. Nadie les quería ni nadie se preocupaba ya por aquella familia.
Tampoco ellos pensaban en nadie ni querían a nadie. Desde los balcones de su casa, en lo alto de la colina, se esforzaban por no mirar hacia el Pueblo, sino en la dirección opuesta. No pertenecían a aquel lugar, que, por otra parte, nunca los había acogido como merecían. Adversas circunstancias que ya apenas si recordaban habían obligado a Ignacio y Martina Pissimboni a marcharse de la ciudad en la que habían nacido y donde, si la fortuna no hubiese sido tan traicionera, deberían haber vivido para siempre, porque aquel y no otro era el lugar de los Pissimboni.
Lucía, la más pequeña del clan, creía tener las pruebas necesarias para demostrar que no podían proceder de ningún otro lugar que no fuera del sur del país con forma de bota, en el que siempre hacía buen tiempo y la gente era feliz. En una ocasión, había encontrado entre los libros de su padre uno de un poeta de aquel país que llevaba un apellido similar al suyo. Un poeta y filósofo. Los chicos del clan, en cambio, pensaban que si ostentaban un apellido tan fuera de lo común en la zona era debido a su fuerza y su temperamento, que podía llegar a ser fiero. Los Pissimboni subsisten en cualquier lugar donde puedan esconderse y protegerse y donde tengan la caza asegurada. Por eso se creían temidos por todo el mundo. Los habitantes del Pueblo, personas anodinas y acobardadas, sabían que los moradores de la casa cubierta de hiedra eran muy peligrosos porque en su linaje se reproducía una fuerza y un instinto que los situaba muy por encima de los demás. También por ese motivo vivían en lo alto de la colina. La Naturaleza muy pocas veces dispone gratuitamente un orden determinado. Todo tiene sus razones. Ellos estaban predestinados a realizar un cometido muy especial y para que lo llevaran a cabo se les había dotado de una condición privilegiada.
Pero el privilegio no estaba exento de dificultades. Ha de ser así, los que gozan de capacidades extraordinarias están obligados a sacrificarse por un propósito cuyas complicaciones estén al mismo nivel que el talento con el que han sido dotados; de otra forma, si no se puede dar tal sacrificio, su suerte no es más que un lamentable desperdicio de energía. En el caso de los Pissimboni, la prueba que les había sido impuesta era el exilio. Ni don Ignacio ni doña Martina habían explicado jamás los motivos por los que se vieron impelidos a abandonar la ciudad en la que habían nacido y a establecerse en las afueras del Pueblo. Tampoco ninguno de sus hijos sabía por qué precisamente habían escogido aquel villorrio que despreciaban exactamente en la misma medida que sus habitantes daban muestra de su hostilidad para con ellos.
Los hijos, como norma habitual, no preguntaban nada al respecto porque sabían que resultaría del todo inútil. Aun así, siempre había alguno de ellos dispuesto a hacerse el interesante, y aseguraba saber el secreto del destierro de sus padres ante la fingida indiferencia de los demás hermanos y hermanas. Los motivos, con el tiempo, acabaron perdiendo importancia, porque era un asunto que pertenecía al pasado, por lo que sólo allí podría adquirir su verdadero significado; con lo cual quedaba fuera del alcance de nadie. No merecía el esfuerzo preguntar: eso sí lo habían aprendido desde muy niños sin necesidad de que nadie lo verbalizara.
El exilio había sido un acontecimiento inexorable que había determinado las vidas de todos los miembros de la familia para condenarlos a la eterna condición de expatriados: eso era lo único importante y la idea que debía de regir su ánimo y su comportamiento. Así que los Pissimboni se dedicaban a alimentar una nostalgia ponzoñosa y una melancolía que enturbiaba y endulzaba, a partes iguales, el ambiente de la casa cubierta de hiedra en lo alto de la colina.

 

Los siguientes poemas pertenecen al libro inédito La estación estéril:

 

MI PADRE HABLA de los buenos tiempos
que yo no he conocido,
y pienso en un cuadro
para que los colores de este otoño
y los pájaros permanezcan.
Yergo la espalda para ser también joven
ahora y en ese tiempo en el que no estuve.

Puede ser una imagen
de una ofrenda sagrada, beatífica,
una historia que no se puede contar
aunque no sea un secreto,
como los cuentos tristes,
como las cosas que no soy
y las que no voy a hacer nunca
y que cada vez son más.

Le ofrezco la estampa, recompensada
con una sonrisa de otra vida
y ojos que no me miran a mí
porque atisban los pájaros
que va a atrapar
para completar el lienzo
y aunque no quieran
les obligará a durar para siempre,
como este instante ya disipado
pero que sigue aquí,
como los buenos tiempos,
como yo, que no existo
en tantos recuerdos desordenados.

*

Apareció en la tarde de un día desordenado,
con las palabras y los objetos alterados,
como la luz de un atardecer demasiado luminoso
para el mes de febrero.

Primero, la sombra del niño, el hijo.
A él no lo recuerdo, sólo un murmullo
y el ruido de los juegos. Luego, la mujer,
un perfil necesario para completar el paisaje
bañado por la luz de la peor hora del día.

Ya la había visto otras veces, en las calles
de otras ciudades, un día como aquél,
o cualquier otro, el 16 de noviembre, por ejemplo,
siempre en equilibrio el tiempo y el espacio.
Era la paz de cuando los templos se cierran
y los jardines se llenan de hombres y mujeres.
Y todos, como su hijo, olvidan los motivos
que les hacían estar tristes y no lloran,
porque han aprendido que la luz de un día
se enlaza con la mañana siguiente, y la otra.

Ella me tendía una mano y quería hablarme,
aunque sabía que yo temía su felicidad
y sus mensajes. La había rechazado otras veces.
Entonces señaló hacia su hijo
y busqué a un niño del que no pude ver la cara.
Al mirarla supe por fin que tampoco ella
volvería a tener mi rostro ni mi cuerpo.
Había aparecido desde lo imposible y el desorden
para hablarme de otra vida y otros jardines,
pero ya sé que esos encuentros siempre son mentira
en la peor hora del día.

*

Un reencuentro como este último
merecía una fiesta con estruendo de fanfarria,
una orquesta con muchos instrumentos de metal
que brillen bajo en sol, la celebración de un nacimiento,
uno de los alumbramientos de las otras mujeres
–tus amigas y tus hermanas– que tanto te alegran
a ti, sin hijos. No puedes ser madre ahora
que parece como si nacieras, cuando descubres
el punto exacto en el que empezó a deshacerse todo,
cuando tomaste el camino equivocado,
te opusiste al destino y tantos tópicos más.

Y después de haber caminado tanto
regresas todavía joven, pero ya demasiado tarde,
creyendo encontrar la respuesta a la pregunta
sin formular entonces. Y ahora ya podemos reír
y mezclarnos entre el ruido de la orquesta
y las canciones en lenguas de países
que no te atreviste a imaginar.

Era cierto que el mundo estaba a tus pies
y también fue posible negarlo. Celebremos
el conocimiento de los nuevos continentes
que ya no descubrirás. Hoy has vuelto
para asegurarte que permanecerán lejanos y ajenos,
así que sigamos esa música de viento y metal
como la fanfarria que recibe a los que regresan
de grandes viajes.

*

Con frecuencia recibo una visita
inoportuna que me saca de mi casa
y mis pensamientos para llevarme por calles
de ciudades imaginadas y campos soleados
de una pascua infantil, de personas felices
que han ido de romería para celebrar la muerte
de un dios que lo dio todo por ellos
que son sólo sombras.
Viene a buscarme sabiendo que no tengo más remedio
que seguirla y reírme con ella
de los papeles desordenados, los libros
de las paredes y los espejos de las habitaciones
más oscuras donde suelo esconderme.
Me ofusca con juegos de atardeceres y música
que alargan las tardes para que no acaben,
y sé que no debo cerrar los ojos
para que el horizonte no desaparezca
y sólo quede ella, tan parecida al telón
o la cortina que ocultan el escenario cierto
y el de las imágenes que no existen.

*

Cierra y ajusta bien las puertas y ventanas
de esta casa que es nuestra. No permitas, por favor,
que entre el aire de afuera ni ningún sonido.
De los restos de las voces y las luces del camino
ha nacido tu rostro, que ha reconocido el mío,
pero ahora tú y yo vamos a construir un hogar
de silencio para escuchar a nuestras sombras
y ver cómo crecen los recuerdos que inventamos.

No vamos a empezar de cero
porque estamos entre estas paredes,
ahora podemos ver cómo se mueven los fantasmas
que ya conocemos porque hemos aprendido
que somos nosotros.
No voy a pedirte que hables más.
Esta noche te voy a mostrar esa silueta repudiada,
titilante, pequeña y nerviosa que lloraba tanto.
Se va a quedar aquí porque esto no es un principio,
hasta que consigamos que las sombras crezcan
como no lo hicieron los árboles del jardín, a la intemperie.
Entonces los espejismos se elevarán
hasta las vigas y los travesaños que nos amparan
como ese manto verdoso que cobija
a los que descansan bajo la tierra.
Esas sombras van a alzarse tanto que atravesarán el tejado
para que nos encuentre el sol y el cielo.
Te prometo que existen.

*

Juntos hasta el final del amor
cada mañana al despertar
porque entonces se acaba todo
para volver al inicio
y pedirte de nuevo siempre
lo mismo, sempiterna carencia
idéntica al nacer.

Lloras porque no soy
tu madre aunque te repudio
como si de verdad lo fuera.
Toda una vida hasta el final
del amor. El mismo punto de partida.
No hay niños y soy madre
de mí misma, demiurgo mutilado
sin pechos para niños hambrientos
como los de esta noche
cuando mis lamentos se fundían
en tus gemidos. Somos los niños
sin madre y sin la posibilidad del amor.

Cada día llegan al final
porque nacen cada mañana
para no crecer nunca
y seguir llamándome a gritos.

Share this post



Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Uso de cookies

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y mostrarle publicidad relacionada con sus preferencias mediante el análisis de sus hábitos de navegación. Si continúa navegando, consideramos que acepta su uso. Puede obtener más información, o bien conocer cómo cambiar la configuración, en nuestra política de cookies.

ACEPTAR
Aviso de cookies