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Juan Gil-Albert: la fe en la propia obra por Carlos Marzal.

Hay multitud de casos que han adquirido naturaleza proverbial a la hora de mostrarnos la fortaleza de una vocación artística, el temple de la fe en el destino propio contra todo género de calamidades. Sin embargo, parece que los casos de nuestros contemporáneos nos hablen de una manera más íntima, como si la Historia, que siempre nos atañe, esta vez nos involucrara en cierta medida.

Antes de leerlo, Juan Gil-Albert fue para mí el escritor del barrio. Sabía que vivía a dos minutos de mi casa, en la calle del Taquígrafo Martí. A menudo me lo tropezaba en el Ensanche de Valencia, diminuto y atildado, cuando cruzaba él la Gran Vía con una bandejita de pasteles en la mano o deambulaba por los alrededores. Mi padre, que tenía casi toda su obra en casa, me había dicho un día al encontrárnoslo:<i> </i><em>Mira, es Juan Gil-Albert, un gran escritor</em>. De manera que las palabras de mi padre se convirtieron en un veredicto. Aún tardaría varios años en averiguar su peripecia y en descubrir los libros de uno de los grandes memorialistas, ensayistas y poetas españoles del siglo XX.

Si existe alguien a quien le cuadra la expresión ya clásica de exilio interior, se trata sin duda de Gil-Albert. Fue un experto en destierros. Acabada la guerra civil, y después de pasar, en penosas condiciones, por el campo de refugiados de Saint-Ciprien, se exilia en México, tras una temporada en la finca La Merigotte, cerca de Perpignan. Firme partidario de la República, había trabajado en su favor como Secretario del II Congreso de Intelectuales Antifascistas, celebrado en Valencia el 3 de julio de 1937, y había formado parte del consejo de redacción de la mítica revista Hora de España, de la que llegó a ser Secretario cuando Antonio Sánchez Barbudo se incorporó a la llamada de su quinta. En México vivió durante ocho años –con el paréntesis de año y medio viajero por Perú, Colombia, Brasil y, en especial, Argentina-, casi todos en compañía de su amigo Ramón Gaya, con quien compartió un cuarto que debió de ser de criados, en los altos de una pensión. Llegó a trabajar como Secretario de la revista Taller, de Octavio Paz, pero sus años de exilio, como para todos los de Hora de España, fueron de penuria. Allí en México publicó uno de sus grandes libros de poemas, Las ilusiones, en el año 43.

Juan Gil-Albert regresó del exilio en 1947, a los cuarenta y uno de su edad, por distintas razones. En primer lugar, como él mismo confiesa en Los días están contados, porque sentía que había cumplido un ciclo y que ahora debía viajar hacia adentro. En segundo lugar, porque su cuñado –a quien le unía además una honda relación sentimental- le comunica que está a punto de morir. Y en último lugar, me atrevo a suponer, porque lo natural, a pesar de la anormalidad histórica, es vivir en la propia patria, frente al paisaje predilecto, tan importante en el ánimo y en la obra de un cantor entusiasta de la mediterraneidad.

Vuelve del exilio para descender muchos peldaños en la escala del exilio mismo. Señorito rojo –para los vencedores- en la España franquista, homosexual declarado, esteta de moral antiburguesa, demócrata de ideas socializantes, se ve forzado al silencio casi absoluto hasta 1972 en que se publica en la editorial Ocnos, gracias a Francisco Brines, la antología poéticaFuentes de la constancia. El país que encuentra a su regreso, según nos dice en Drama patrio -escrito en 1964, aunque publicado en 1977- es una mezcla de dogma y gangsterismo, en un clima pseudoreligioso e hipócrita, donde campan los rastacueros, los partidarios del boato y los enemigos del pensar.

A esa España –con el agravante provinciano de recluirse en Valencia- volvió Juan Gil-Albert . Durante casi treinta años de ostracismo oficial, de soledad interior y de privaciones materiales por la ruina de los negocios de su familia, se entregó a la elaboración minuciosa de una obra extraordinaria, que asombra por su entereza ética, por su hondura analítica –siempre ponderada-, por la serenidad clásica de su respiración.

Su aventura vital fue, creo –en la medida en que esto se puede afirmar- la que no le correspondía. A quien era más bien un nómada espiritual y un sedentario físico, le correspondió durante un momento importante de su vida la fatalidad peregrina. A quien tanto atraía el lujo –no la lujosidad del mundo burgués- le cupo en suerte sufrir lo que llamó la ilustre pobreza. Quien tanto hubiera gozado de la consideración y los reconocimientos –fue un vanidoso infantil, un vanidoso de vanidad apenas invasiva- tuvo que escribir sin recibir nada a cambio, como un eremita. Pertenece por derecho propio, por los designios del azar, al escogido grupo de quienes han debido forjarse en tiempos difíciles y sufrir un cierto martirio del arte.

Además de como en un gran escritor –son impecables, en prosa, al menos, su Crónica GeneralMemorabilia y Razonamiento inagotable, y en poesía Las ilusiones y Homenajes e impromptus– siempre pienso en él como en un ejemplo de fe en la vocación propia, en el deber íntimo de cristalización interior. Tal vez la gran pregunta que un artista deba hacerse para sus adentros sea ¿hasta dónde estoy dispuesto a llegar para el sostenimiento de mi obra? Juan Gil-Albert nos respondió con claridad y entereza. Llegó hasta el extremo. Llegó hasta el final de sí mismo.

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