Ricardo Martínez-Conde

 

Ricardo Martínez-Conde (Sanxenxo, 1949), realizó los estudios de Filosofía y Letras en las universidades de La Laguna y Valladolid, concluyendo su carrera universitaria con los estudios de Doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. Profesionalmente ha desempeñado las funciones de Técnico en la Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia

Su obra como escritor es bilingüe, habiendo publicado tanto en gallego como en castellano. Como ensayista y crítico literario ha colaborado tanto en prensa (La Voz de Galicia, El País) como en revistas especializadas Clarín, Revista de Occidente).

Ha cultivado distintos géneros:

En poesía podemos citar: Lento esvaece o tempo (Milladoiro, 1990), Los argumentos de la tarde (A.G., 1991), De cuanto nos es dado (Calima, 2006), Na terra desluada (Espiral Maior, 2009).Su obra Orballo nas camelias pasa por ser la primera obra de Haikus en la literatura gallega.

En prosa ha publicado varios libros de Aforismos: Debullar (Galaxia, 1996), Cuentas del tiempo (Pre-textos, 2004), Alusión al paisaje (Calima, 2006), Ecos da néboa (Trifolium, 2112). Es autor, asimismo, del libro de relatos breves La luz en el cristal (Calima, 2011).

Ha obtenido el premio Benasque de poesía, Diploma de honor en el concurso internacional de Relatos breves Jorge Luis Borges y en 1997 le fue otorgado el premio Reimóndez Portela de periodismo.

 

TRISTEZA, QUE ES AMOR
Alusión a Don Quijote

A fe que le viene bien el nombre: el caballero de la triste figura. ¿Has reparado, amigo lector, que una vez, solo una vez, se asocia la sonrisa a su rostro en toda la extensión del texto? Y, para ello, ¡en qué malhadada situación! ¡Qué ofensa a su arrojo! ¡Qué desprecio a su valentía! Hasta el punto que, acaso, no estaría de más recordarle al autor que no descuide y atienda bien a su función, pues es bien sabido que “el cálamo puede ser más cruel que la espada”.

Es difícil aceptar la tesis literaria de Nabokov culpando al libro de Cervantes de ser un trágico (casi esperpéntico) dramón., un error en el concepto de tragedia. Los bienes del libro, literarios o no, son, a mi entender, mayores que sus males. Es cierto, no obstante, que, en lo que hace a la figura del digno caballero, pocas son las atribuciones de alegría que se le otorgan. Es más; ¡tantas veces, a lo largo del texto, la gracia y la risa vendrán derivadas de la burla! Por no traer aquí a colación las reiteradas citas acerca de su humor reseco, del “humor estraño” de don Quijote.

Hay dos situaciones significativas en el libro donde se alude al gozo como estado de ánimo del buen aventurero, pero aún esas resultan, o bien efímeras, o bien solo alusivas, a modo de anécdota que, a la postre, devienen casi en un paradigma de la frustración. La primera es cuando don Quijote sale de su casa por vez primera en busca de aventuras, a fin de dar cumplimiento a su ferviente voluntad de ser un caballero andante: “…una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuanta facilidad había dado principio a su buen deseo” Pero he aquí que el contento pronto se frustró; resultó bien corto y efímero, pues, al poco, “apenas se vio en el campo, le asaltó un pensamiento terrible, y tal que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que le vino a la memoria que no era armado caballero…” Qué exigua alegría después de haber tenido la humildad, o haber decidido, salir por la puerta menos noble del corral.

La segunda ocasión es cuando el autor da cuenta del peso que, en el ánimo del caballero, tiene la fuerza del amor. O, por mejor decir, la idea del amor: “¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso –el del maravilloso imaginario de sus aventuras- y más cuando halló a quien dar nombre de su dama” Ella era “una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado…” Pero he aquí que pronto asoma un nuevo velo de tristeza: “…aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cata de ello”.

Qué decir de cómo don Quijote la invocaba: “Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho…” O bien: “¡Oh, señora de la hermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío!” Escasa satisfacción, sin embargo, habrían de obtener los deseos de su corazón romántico y apasionado en el conjunto de esta larga historia. Antes al contrario, el tema de su amor, ay, más ha de ser motivo en este libro de burla y escarnio que no de merecida consideración.

Así pues, el grave hidalgo, el caballero de gesto serio y aún ceremonioso, pocas satisfacciones personales ha de obtener a lo largo del texto; escasos han de ser sus gozos en toda su intensa vida en procura de aventuras Y de ventura. Como queda dicho, solo en una ocasión Cervantes hace asomar la sonrisa a su rostro, pero también ahí el final resulta desolador en el arquetipo de la ficción. (Y no se trata aquí de hacer un retrato del agraviado sicológico. Pero bien es verdad que pronto el libro invita a adentrarse con pasión en la historia, y, siendo así, todo buen lector se implica, toma partido, al tiempo que le da vida a sus protagonistas. En tal sentido, ese amargo regusto de un corazón romántico agredido, del fracaso de una voluntad -si bien adornada en la ficción- soslayada una y otra vez sin el bien de la alegría, resulta cuando menos un fruto exiguo y frustrante con su punto de especial melancolía).

El suceso de la alusión a la sonrisa tiene lugar cuando, en su camino, don Quijote y Sancho se topan con un carretero que transporta leones en sus jaulas. Viendo en tal circunstancia el caballero motivo de notable lucha, se dirige al carretero –que le advierte, asustado, del peligro-que abra la jaula a fin de poder librar sin par batalla con el animal. Al tiempo minimiza, en un gesto de arrojo y desafío, la recomendación del carretero y la fiereza del animal: “A lo que dijo don Quijote, sonriéndose un poco ¿Leoncitos a mí? ¿A mí leoncitos y a tales horas?” Esgrime una sonrisa, pero es de incitación a la pelea. Pretende ridiculizar el supuesto poder de su enemigo. Su objetivo es librar combate abierto desafiando el peligro, sea este el que fuere. Todo sea en favor de memorable aventura.

Más al fin –otra vez en esta vieja historia- es él quien ha de resultar ridiculizado. El caballero ignora las súplicas e imprecaciones de que abandone la idea de enfrentarse a leones hambrientos; se dice que las fieras tenían tal expresión amenazante que era como “para poner espanto a la misma temeridad” Para él, sin embargo, tal gesto sería un acicate más a fin de decidirse a librar un glorificable enfrentamiento. Sancho, que ahora sí ve cerca el fin de su amo –y el suyo propio- le ruega que desista, a la vez que ante el carretero defiende a su amo diciendo que no es loco, sino atrevido; pero todo da igual. La jaula de los leones, al fin, se abre.

León y caballero están solos, frente a frente. (Repare el lector en la plástica y dramática situación) Y dice el libro: “Hasta aquí llegó el extremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula.” Y así concluye este pasaje de la mayor desesperanza, de una tenue deshonra. Sobre todo por lo significativo-simbólico hacia la figura del señor aventurero.

¿Por qué Cervantes infringe, con la pluma, una derrota tal a su personaje?, sobre todo considerando la presentación previa a la lucha, idónea para quien pretende librar singular pelea con un animal que “pareció de grandeza extraordinaria y de espantable y fea catadura” Incluso por la forma de presentar la contienda como un inefable enfrentamiento: “Lo primero que hizo –el león- fue revolverse en la jaula donde venía echado y tender la garra y desperezarse todo; abrió luego la boca y bostezó muy despacio, y con casi dos palmos de lengua que sacó fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro. Hecho esto, sacó la cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Sólo don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del carro y viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos” En lo que sigue, pues, se instala un inexcusable velo de melancolía, de desilusión lectora, pues semeja que sea el propio autor quien no cree en la grandeza imaginaria de su héroe. Le degrada aprovechándose de su sentido de la aventura. Y el lector, ante tal desenlace, sonríe, pero sonríe de tristeza.

“Solo podemos sobreponernos a la infelicidad mientras se juegue”, escribió Canetti. El libro de Cervantes se podría decir que tiene, al fin, mucho de juego. Tal es lo que se obtiene al alterar el sentido de la realidad mediante la ficción. Juego de la ficción, juego de la imaginación. Pero, al fin, teniendo como protagonista a un hombre y sus nobles ideales –al que pronto hemos dado vida en nuestro corazón-, todo resulta ser una realidad significativa para el héroe, y de ahí el sinsabor de tan amarga derrota, que lo es sobre todo del orgullo. También para quien ha vivido el libro como lector. (Recuérdese aquella esperanzada invitación: no quemes los libros, arde en ellos).

El mohín seco y el gesto grave de don Quijote bien podrían tener su origen físico. El libro casi comienza con una receta de cocina, pero se sabe que él era “de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro”. No daba, pues, en lo externo, una imagen de rubicunda alegría. Sin embargo tiene fundamento el gesto serio del valeroso caballero si reparamos en el objeto de su preocupación, en la noble osadía de su empeño: la de “desfacer entuertos” En ello se comprenden la lucha por la justicia y aún la exaltación del amor, actitudes que viven próximas a la melancolía. No tuvo tiempo el autor de atender la advertencia de Flaubert (“cuidado con la tristeza, es un vicio”) pues hay un mucho de ello en el libro. Un libro donde hay risa (derivada, por lo común, de chanza, burla o ridículo) y lamento, pero donde escasea la inteligencia de la sonrisa; incluso podríamos decir de la delicadeza de la ironía.

Al fin, yo pienso, amigo lector, que, en el fondo, este libro es un libro de amor. (“Quien no conozca el amor jamás conocerá qué es la tristeza”) Amor a la justicia –a la defensa de las causas justas- y amor a la idea del amor. Por eso el Quijote es y será un símbolo imperecedero en la historia de la literatura; así perdurará en el corazón de quien leyere. Y si en algo deriva en tristeza (“el entristecido caballero” le llama Bloom) tal vez sea por aquello a lo que otro escritor, el sobrio Machado, poetizó un día: “Tristeza, que es amor”.

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